
Foto de Nils Lindner en Unsplash Texto: Susana Aragón Fernández
Ella estaba muy malita, muy muy malita. Su corazón estaba dando sus últimos latidos, aunque nadie lo sabía a ciencia cierta pero sí una intuición básica tenía en alerta a los más cercanos. Él quiso rodearla de paz y ese verano alquiló una casita con jardín donde ella pudiera estar tranquila, con los suyos, lejos del mundanal ruido de la ciudad, lejos del movimiento, el ajetreo, los coches… Quiso liberarla de las obligaciones más cotidianas para que al levantarse por la mañana tuviera un porche donde sentarse a respirar el aire que le llegaba saludable, directamente de la Naturaleza; un lugar donde dejarse besar por los rayos tibios del sol de la mañana y donde mirar las estrellas en las noches cálidas. Quiso crear un paraíso para ella, con sus hijos adolescentes, lo que más quería y lo que más fuerza le daba para despertarse cada día, sin perder la esperanza de que esa paz fuera el mejor medicamento para su corazón cansado.
Él se llevó su caballete, su lienzo y su maletín de óleos para acompañar ese tiempo con la mejor calma de la que era capaz, sin buscar alternativas fuera de ese paraíso, para disfrutar de la contemplación de ella a la distancia necesaria para que no se diera cuenta y creyera que estaba contemplando la naturaleza que inspiraba ese cuadro. La observaba unos metros más allá del porche, no muy cerca para no agobiarla, miraba sus movimientos mientras movía el pincel y buscaba el color que reflejara esa luz que acababa de ver. Con cada pincelada suplicaba salud y fuerza para ella.
Pero ella terminó por irse con el calor de ese tiempo intenso, pasado con los que más quería, llevándose en sus pupilas los ojos tiernos de sus hijos adolescentes, las manos acogedoras de él en sus cuidados, los amaneceres en el porche y el canto de los pájaros durante todo el día. Marchar con la gran pena por tener que partir dejando a su familia así, en plena formación: todavía necesitándoles y todavía siendo tan necesitada. Tuvo que acoger ese destino, tuvieron que aceptarlo también su marido y sus hijos, y la tristeza se hizo cargo de la despedida.
Pasaron los años y él voló a su encuentro y, dándose la mano, se asoman cada día a la Bahía de La Concha, desde donde ven cómo va la vida de sus hijos, cómo su familia se transforma en un árbol que crece hermoso y saludable, cómo sus nietos, hojas frescas, reflejan el brillo del sol del atardecer y sonríen felices acompañándoles siempre.
Esta semana ha caído en mis manos el libro “Tristeza” de Víctor Herrero. También su madre ha muerto y él, hijo amoroso, incondicional y apasionado, la ha acompañado hasta su último aliento. No intenta ocultar esa palabra denostada en la actualidad: Tristeza. Eso es lo que siente y lo abraza, le da un lugar en su vida “Más que luchar contra ellas, las tristezas han de ser amadas…. Las tristezas son los jirones del alma que se nos desgarran en el camino de la vida, las rozaduras que nos salen porque los años aprietan, los cansancios y las pérdidas… Amar compasivamente nuestras tristezas: de eso se trata”.
Víctor comparte un poema que escribió recreando un momento con su madre terminal en el hospital: un poema que refleja una manera de mirar y estar en el mundo que es un bálsamo, un poema que deja el alma fresca y sonriendo.
“Vienen dos pajarillos cada tarde
a recoger las migas que les dejo
del pan que mi madre ya no come
y de la mitad del mío.
Son extremadamente delicados.
No hacen ruido, no interrumpen,
dan cumplimiento fiel a su tarea
de mendigos alados de los cielos.
Su presencia es tan pura y luminosa
que pienso ahora, mientras los contemplo,
que de un modo secreto forman parte
del grupo de cuidados paliativos”
Víctor Herrero “Tristeza”
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