Una carta desde Argentina

Portada del Libro de Olga Lecaye Texto: Susana Aragón Fernández

Un día cualquiera, sin ninguna previsión ni idea preconcebida, dejándome llevar por un impulso repentino, me convertí en Ratoncito Pérez. Así, sin más, de la noche a la mañana. Cayó el primer diente de ese chiquito lindo y todo cambió. Empezaron las cartas de caligrafía exuberante, con mayúsculas llenas de curvas, con recomendaciones cursis y relamidas, con lenguaje pasado de moda, con un cierto tufillo de personaje salido de un baúl que escribía “raro” para un niño del siglo XXI, una mezcla de idioma ratonil y de hablar con barniz de antigüedad. Diente tras diente de un chiquito, de otro chiquito, carta tras carta, hablando de “tus preciados progenitores”, y palabras inusuales como “será menester”, “sin mayor dilación”, “con benevolencia”, “un pequeño presente”… ininteligibles en ese momento y a la vez misteriosas y envolventes.

Ese hablar era el hablar del Ratoncito Pérez: no importa que suene tan extraño porque, claro, es un ratón y ¡no va a hablar como las personas! Y se ve que ese ratón nos conocía (como si nos hubiera parido, jeje) y nos quería con locura (¡pero si nunca lo habíamos visto!). El día que descubrí la verdad de los Reyes Magos, enlacé instantáneamente su historia con la del Ratoncito… y mis padres confirmaron mis sospechas. ¡Ohhh! Se desmontaba ese castillo de naipes de la ilusión y de la edad en la que todo es posible. Pero algo no cuadraba. “Vale, lo de los Reyes Magos, vale, sois vosotros…. ¿Pero lo del Ratoncito…?” “¡No puede ser! El Ratoncito es diferente…”, daba vueltas en mi cabeza. Hasta porfié con ellos como quien tiene una razón escondida, un as en la manga que reafirma su teoría: “¡Y las cartas del Ratoncito ¿qué?”. Eran la prueba irrefutable. Por enlazar, enlacé hasta con Dios. Pero ahí ya vi que las cosas eran diferentes, por lo que me dijeron: lo de Dios es difícil de explicar, pero desde luego, no somos nosotros, simplemente es nuestro Padre, aunque no le podamos ver.

¡El Ratoncito tenía tantos dientes de leche… tantos dientes que habían reído y llorado, dientes diminutos que habían mordisqueado zanahorias y manzanas, dientes que tenían mil y una historias… que llegó un día en que no sabía qué hacer con todos ellos! Así que pensando y pensando, se le ocurrrió construir un palacio con todos ellos. Esta idea la contaba en sus cartas como su gran proyecto: su palacio de esmalte. E iba dando detalle de los pequeños avances que iba haciendo: la primera torre ya estaba construida, pasaba ahora a construir la segunda, etc. Día tras día carretillas repletas de dientecillos contribuían a esos avances que eran la ilusión del Ratoncito. ¡Cuánto trabajo desde entonces! Los niños, sabiendo que estaban colaborando con sus dientes caídos con el plan de ese ratón tan querido, los despedían alegres, encantados.

Pasan los días, las lluvias, los cumpleaños, los libros, las fiestas, las nubes, las hojas de los árboles… y en verano un avión se lleva a uno de aquellos chiquitos a más de diez mil kilómetros de casa. Ya es un hombre, ya puede desplegar sus fuertes alas. Un día llega una carta, su carta, y convertido por sorpresa en nuevo Ratoncito, escribe a la niña que fue su madre, conociéndola, queriéndola, multiplicando la ilusión y alegrándole el día, la semana… la vida. Escribe a su padre, al joven que fue, apreciándolo, admirándolo, haciéndole brillar los ojos y los sentimientos hoy y siempre.

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