
Kérkira se llama en griego moderno la isla que llamamos por estos lares Corfú.
Kérkira con su forma de pata delantera de caballo descansa rodeada del mar Jónico.
Kérkira con su aspecto desaliñado, sus paredes desconchadas, sus pequeños y grandes arreglos pendientes de realizar.
Sorprende su belleza recién levantada de la cama: no piensa maquillarse ni hoy ni mañana
ni darse unos retoques para aparecer más fresca, más lozana,
acepta el paso del tiempo: sus propias arrugas y desperfectos se le quedan prendidos.
Es tan hermosa que puede permitirse prescindir de esa mano de pintura.
Su hermosura brota de dentro, de la paz que respira, de las aguas que, llenas de peces y gente añosa charlando en remojo, alegran su ánimo y cosquillean su día a día.
Con una sabiduría ancestral regala el agua de su ánfora repleta, saciando la sed de sus habitantes y respondiendo con una chispa alegre en los ojos “Parakaló” cuando le dicen “Efkharisto poli” (muchas gracias)
Ofrece sus naranjitas de oro (kumquat) en bandejas de otros tiempos y cuando llega la persona amiga, esta se aloja en su casa, el tiempo que quiera, como quiera, buscando otro alojamiento para sí misma en otro lugar también acogedor: la casa de su hermana.
Kérkira vive libre de sus propias posesiones y las disfruta, las comparte alegremente, vuela ligera de su propio peso, siguiendo la estela de San Espiridón que todavía recorre los montes de la isla pastoreando ovejas y trabajando los campos, como aprendió a hacer desde pequeño.


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