
Mientras en la ciudad estalla la fiesta reprimida por dos años de pandemia,
pañuelos rojos sobre ropas blancas, de un blanco alegre que suele brillar al sol
hoy, sin embargo, llora una lluvia inusual en día 6 de julio
llora y acompaña una despedida, un final,
un hombre a la vez grande y pequeño que se nos va.
Sus manos descansan,
limpias, aseadas,
manos de día de domingo, con las uñas recién cortadas
y bien cepillados los restos de tierra que se aferraban entre sus pliegues
de tanto trabajar la huerta
de tanto agarrarse a los nogales para trepar y alcanzar los frutos
de tanto ingeniar inventos que mejoran la vida,
que aprovechan el agua, el sol, el día a día.
La fiesta explota con un chupinazo de esperanza
mientras sus manos, una sobre otra, se quedan en silencio
sus manos, compañeras, ahora calladas
pasando a la otra orilla,
van de la mano de ella, de ese cuerpo convertido en brasa,
que supo recogerlas y darles calor mientras ya se iban enfriando
que supo dar la mano a la muerte cuando iba llegando lenta e implacable
y la familia alrededor, como en otras ocasiones de fiesta y celebración
con él, a su cuidado
Y suenan las gaitas y suena la azada abriendo el hueco necesario para el eterno descanso
Y bailan los cuerpos y él se nos marcha
Y los fuegos de artificio, en lo negro de la noche,
nos dicen que ya se han encontrado
él y ella,
que le estaba esperando, ya siete años
y ya todo es calma, y duele el vacío y alegra haberlo acompañado.

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Gracias desde el corazón, Susana, por tu sensibilidad, tan auténtica y profunda que no necesita de hipérboles ni de histrionismos.
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¡Gracias a ti por tu comentario! Un abrazo
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