
Foto de Karsten Winegeart en Unsplash Texto: Susana Aragón Fernández
El verano ya va llegando y hoy el aire huele a tierra quemada,
aire de campos desolados y árboles desconsolados
El fuego que va acabando con las risas de la primavera,
amenaza y destruye: el cielo se vuelve denso humo
los nidos con los cigoñinos, aún inexpertos en el vuelo, arden con ellos dentro
se funden con las ramas generosas que los acogieron, a orillas del Arga,
mientras las cigüeñas progenitoras revolotean nerviosas buscando respirar
impotentes al dejar atrás su afán diario de cría.
Se acabó por esta temporada.
Huidas de supervivencia
Las mujeres ucranianas del bloque vecino sufren la ola de calor
no conocen la táctica del juego de persianas a la inversa (cerradas de día y abiertas de noche) y los casi cuarenta grados se les cuelan en su pequeño habitáculo haciendo más angustiosa su espera.
Tumbadas, medio asfixiadas, agarradas a sus teléfonos móviles
esperando noticias de seres queridos que no pudieron huir
aletean sus corazones por esos abuelos demasiado mayores para escapar
por esos maridos, hermanos, novios que tuvieron que coger las armas
se les instala un vacío en el cuerpo que más bien es un desgarro
y no hay razones, ni ilusiones, ni ganas, ni entusiasmo.
Las aves, insectos y animales del campo y toda la vegetación escuchan un bramido: la tierra abrasada que grita:
¡Que llegue el agua, que llegue la gran borrasca, que apague los incendios, que vuelva la vida!
De las personas desplazadas, de las almas atormentadas, de las de cicatrices por todo el cuerpo brota un clamor que acaba en rugido:
¡Que termine la guerra, todas las guerras, que llegue la paz, que los pueblos sepamos vivir en paz!

Foto de Maurice Schalker en Unsplash Texto: Susana Aragón Fernández
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