Quedamos en el arbolico

Fotografías y texto: Susana Aragón Fernández

A los pies de este árbol puso el abuelo un tablón colocado sobre dos columnas de ladrillos grises para que las dos hermanas charlaran cada tarde, a medio camino entre el pueblo de cada una. Es una encina gigante. El árbol de las confidencias. Cada tarde, hiciera frío o calor, después de haber dejado cada una su cocina como los chorros del oro, después de haber visto su telenovela por capítulos, salían de casa y en un breve paseo se encontraban y paraban a medio camino. A veces tapadas con su abrigo y un chal por encima o incluso una pequeña mantita. Otras veces resguardadas bajo sus paraguas sin sentarse y abreviando un poco por la lluvia. Los veranos, con sus sombreros de paja y sus abanicos. Un día y otro. Un otoño y otro. Una primavera y otra. Todos los días de todos los años desde que cada una se casó y vivieron separadas por un poco más de un kilómetro.

Este gran árbol sabe de sus vidas, todos sus detalles. Conoce sus dificultades y sus alegrías. Las pequeñas y grandes decepciones. Los grandes dolores de las enormes pérdidas. La esperanza siempre acompañada. Este árbol guarda en su tronco los entresijos familiares, los silencios, la mirada cómplice, los sentimientos heridos, el calor de dos hermanas que siempre se acompañaron. Hasta que la muerte las separó y él se quedó solo al lado de la carretera, esperándolas, añorándolas, suspirando por saber cómo seguían sus vidas. Le entró el frío de esas tardes interminables sin ellas.

Retiraron el tablón donde las dos hermanas se sentaban y los ladrillos donde se apoyaba y entendió que ya nunca volverían, que ahora tenía que concentrarse en mirar el horizonte, acompañar a los viajeros que rara vez se detenían a sus pies, darles un buen aire para respirar y admirar los cielos que cada día se pintan de preciosos colores. Hoy pasó a su lado un hijo de una de ellas, con su mujer y unos amigos y el corazón del árbol se aceleró: son rama de aquella que con tanta paz escuchaba.

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