
Photo by Christopher Alvarenga on Unsplash (fragmento) Texto: Susana Aragón Fernández
Charlando el otro día por teléfono con Vito, me dijo que estaba viendo “Qué bello es vivir”. Me entraron ganas de verla, así que aprovechamos uno de estos días navideños para hacer un paréntesis en estos tiempos de contagios por coronavirus, aislamientos, servicios sanitarios colapsados, nuevas dosis de vacunación…
En la película un ángel, que por lo visto todavía está “de prácticas” (porque todavía no había conseguido sus alas y tiene que hacer méritos para conseguirlas) es enviado a un lugar donde un hombre desesperado se asoma a un puente con idea de lanzarse al río y terminar con su sufrimiento. Ha perdido una gran cantidad de dinero y se encuentra en un túnel oscuro, con una vida que estaba formando y que se va desmoronando como un castillo de naipes. Ahí, al borde de ese puente, el ángel toma la iniciativa y se lanza a las frías aguas para, curiosamente, “ser salvado” por ese que ha pedido ayuda rezando. Y el hombre desesperado, ayudando al ángel sin alas, encuentra su salvación. A partir de ahí se desencadena una lluvia de acciones que van desanudando la situación hasta dar con una luz al otro lado del túnel, una luz mucho más luminosa y cálida que la anterior.
Me quedé pensando después sobre los ángeles y, aunque pueda resultar extraño, varias ocasiones he sentido de cerca a personas-ángeles. A veces son personas que conozco, pero en otras, aparecen casualmente en mi vida.
Contaré algo que sucedió un día lejano, en la estación de tren, haciendo cola en la taquilla para comprar un billete entre un montón de gente, en una edad en que mi autoestima estaba un tanto “pisoteada”, no creyendo mucho en mí, seguramente con los hombros encorvados (todo esto lo veo ahora, echando la vista atrás). Había muchos pasajeros a mi alrededor, una masa de gente y de rostros desconocidos que intensificaban mi soledad. En un momento, en medio de esa soledad encontré unos ojos que me miraban detenidamente, como si me conocieran. Era un chico joven, quizá algo mayor que yo. Con una cara que transmitía serenidad. Sus facciones eran dulces y mirarle era como asomarse a un campo en primavera. Su expresión era un almendro en flor. El resto de gente quedó desenfocado, como en esas fotografías donde solo se resalta un elemento que queda bien definido y lo demás lo rodea borroso. Me miraba como sonriendo con los ojos, diciéndome sin una palabra lo preciosa que era, lo maravillosa, como si el que estuviera viendo el campo hermoso y el almendro florido fuera él. Me dio la impresión incluso de que me quería. Pero no se trataba de una simple atracción física: me quería por dentro y por fuera. Fue algo muy fugaz, pero que encendió una chispa en mí, como un contagio de amor. Sentí una calidez nueva por dentro y una alegría aparentemente infundada. Me tocó el turno en la taquilla, compré el billete y cuando ya me iba de la estación me sentía tan alegre, como si hubiera recibido el abrazo que necesitaba y me pregunté ¿quién era él? Después de haberme alejado un poco, di media vuelta y volví a la estación. Quería volver a verle. Fijarme un poco más en él. Seguramente no me atrevería a decirle nada, pero quién sabe. Lo busqué entre la gente, pero ya no lo volví a ver.
Aquel ángel seguramente hoy luce unas alas preciosas.

Photo by Denis Vdovin on Unsplash

Photo by Antoine Rault on Unsplash
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¡¡Muchísimas gracias!!
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¡Gracias a ti por tu comentario! ¡Feliz año nuevo! Y un abrazo
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Precioso y esperanzador, Susana
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¡Mil gracias (no me aparece tu nombre), pero seguro que también ejerces con alas, jaja! Un abrazo
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