
Llega un día en que las aguas de nuestro río, el Arga, se salen de su cauce inundando lugares secos de tradición, llegando adonde nunca había llegado. Cortando los caminos, colándose por las casas, por los negocios y comercios, anulando coches aparcados, impidiendo accesos y pasos.
Llega un día en que los puentes de acceso a los pueblos se cierran para evitar que la fuerza del río se lleve a cualquier persona, a cualquier vehículo, a cualquier animal.
Y las nubes no dejan de llorar. Medio mes ya, sin parar.
Y, a unos cuantos kilómetros, Cumbre Vieja no deja de derramarse lentamente, implacablemente, en una mezcla de desgracia humana y belleza natural, mezcla de poderío y majestuosidad ardiente. Día a día desde el final del verano, sin descanso, todo el otoño y acercándose ya al invierno.
El agua que nos rodea, el fuego que brota del corazón de la tierra, los campos emborrachados al límite no pueden beber más, los terrenos perdedores de todas sus raíces, sus hermosos árboles, las inmensas familias de insectos, de animales…. sufre su vacío, su aniquilación.
Al volver a casa, siguen esos ojos mirándote, esas manos calmadas, esa piel que te acompaña, día a día, esos labios que sonríen y se enfadan y vuelven a sonreír.
Quizá eso sea una buena rebanada del pan nuestro de cada día.


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