
Photo by Sean McGee on Unsplash Texto: Susana Aragón Fernández
Cuando mi madre murió nos quedamos solos mi padre y yo. La casa se quedó fría, vacía y oscura, a pesar de que los abuelos y los tíos intentaron acompañarnos todo lo que pudieron. Ellos se iban y volvía el frío. Pasó el tiempo y eso se hizo habitual y las visitas familiares se fueron espaciando. También me iban viendo más mayor y creían que ya había superado la gran pérdida de mi vida. Pero el frío seguía y aquella alegría de volver a casa ya nunca más la tuve. Me regalaron un perrito y ya no me sentía tan sola al llegar a casa. Además, con eso de tener que sacarlo a pasear, me obligaba a salir todos los días y muchas veces íbamos juntos mi padre y yo y era un momento bonito.
Pasó el tiempo y mi padre conoció a una mujer también viuda y empezaron a salir. Yo me refugié en la lectura y de esa manera, siempre envuelta en una manta, vivía historias de otras personas, volaba a otros mundos. Tan enfrascada andaba en ese cobijo, que me pilló por sorpresa la noticia de la boda de mi padre con Emma, la que se convertiría en mi madrastra. Ella tenía dos hijas, de edad parecida a la mía: Irene y Sonia.
Nos trasladamos todos juntos a un piso mayor. Desde que pasamos de ser dos a ser cinco, más Troti, mi perrito, todo cambió. Ellas hablaban todo el rato, decidían todo el rato, sobre lo suyo y sobre lo de todos y a mí me encargaban lo que ellas no querían hacer, como limpiar los baños, la cocina, bajar la basura, doblar la ropa… Cada vez la lista de lo que yo tenía que hacer crecía y la de ellas disminuía con excusas como “es que tengo que preparar un examen para la universidad”. Parecía que su tiempo era más valioso que el mío y por no molestar a mi padre, acababa cediendo.
De mi vida pasada solo me quedaban los paseos con Troti y con mi padre. Era el único momento del día en que estábamos solos, como en los viejos tiempos.
Irene y Sonia tenían muchas cosas en común y creaban como una burbuja entre las dos y yo siempre quedaba fuera: ya fueran conversaciones o planes o cualquier cosa. Después de algunos intentos de participar de sus cosas, dejé de probar acercarme y acepté que quedaba fuera.
A finales de curso fuimos a celebrar los buenos resultados académicos de mis hermanastras. Bueno, yo también había sacado buenas notas, quizá no tan brillantes como ellas, pero tenía todo aprobado y bien. Fuimos a un restaurante caro y brindamos por algunas de sus matrículas de honor y sus sobresalientes y seguí sintiéndome rara, como fuera o sin importancia.
Un día me presenté a un concurso literario del Ayuntamiento de mi ciudad y, para sorpresa de todos, gané el primer premio. Llamaron por teléfono y preguntaron por mí. Nos convocaron para la entrega de premios en el Salón de Plenos y me hicieron una pequeña entrevista para el Boletín Municipal.
No me di cuenta de que este revuelo y el repentino éxito estaba molestando a mis hermanastras y también a Emma hasta que les pedí prestada una prenda un poco elegante para el acto en el Ayuntamiento y las tres se negaron con distintas excusas. No quisieron prestarme nada para ese momento. Al final, mi tía Luci me prestó su americana color berenjena.
Pero lo peor fue cuando el fin de semana, estando con los abuelos, tíos y primos, Irene y Sonia empezaron a criticar el cuento que había escrito, resaltando algunos detalles que no les habían gustado. ¡No fueron capaces de decir nada bueno!
Reconozco que me quedé noqueada. Creía que con ese éxito tendría su reconocimiento, podría formar parte de la familia, ser una más… ¡y no solo no pasó eso, sino que resaltaron solo lo que no les había gustado! ¡Pero si lo habían premiado… algo bueno tendrá!, me decía a mí misma. Me sentía por dentro, como una lavadora en funcionamiento, en el programa de centrifugado. ¡Pero cómo no veían algún detalle bonito! Sentí como si hubieran pisoteado lo que me supuso muchas noches de invención y trabajo. Finalmente, como si me pisotearan a mí.
Me costó mucho recuperarme de aquello. Un día leí en la Biblia: “Si alguno no os recibiera ni escuchara vuestras palabras, salid fuera de aquella casa o ciudad y sacudid el polvo de vuestros pies”. Y en esas palabras encontré alivio, impulso y una salida luminosa del túnel negro en el que estaba metida.
Sacudí mis pies y me alejé volando como águila de fuertes alas y el pecho lleno de esperanza.
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Celebro ese momento en el que tomaste la decisión de salir volando. Gracias a esto, ahora todos quienes te leemos podemos disfrutar de toda la vida que llevas dentro.
Gracias por compartirla
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Gracias por tu comentario, José Miguel. A veces me da la impresión de lanzar mis escritos en botellas en el océano, sin saber si llegarán a alguien. Darme cuenta de que alguien ha rescatado una de esas botellas, descubre lo escrito y lo valora me da alegría y ganas de continuar lanzando. ¡Mil gracias!
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Al leer tu relato me ha venido al recuerdo nuestras confidencias tras correr con los lobos. Yo también tengo un momento en mi vida en el que ese texto del evangelio me ayudó a tomar una decisión y, aunque creo que fue acertada, sigue causándome dolor. Un abrazo fuerte.
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¡Qué raticos corriendo con los lobos, Lourdes, jeje! ¡Qué bueno haber podido compartirlos! A ver si con el tiempo la cicatriz de aquella decisión deja de dolerte. Gracias por comentar. Un gran abrazo.
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