Hermana muerte


Photo by Stephen Leonardi on Unsplash Texto: Susana Aragón Fernández

Tuve esa llamada justo después de esa reunión de trabajo tan encendida donde se terminó por tomar una decisión que me suponía tirar el trabajo de quince días y empezar de nuevo. Por más que me resistí, esa fue la determinación final y salí “echando humo”, con un enfado de los que ya no recordaba. Estaba intentando “procesar” lo ocurrido cuando sonó el teléfono. Ahora veo que no tenía que haberlo cogido estando como estaba, pero lo cogí con el gesto aprendido en mis más de 15 años en el negocio.

Su voz era serena, con un pequeño deje que me decía que podría ser de otro lugar aunque no muy lejano de donde nos encontrábamos. Me expuso con calma lo que quería. Llevaba años pagando la cuota del seguro de defunción y en ese momento quería concretar algunos detalles. Ahora me doy cuenta de lo que me estaba pidiendo porque entonces le respondí a todo con respuestas “automáticas”: lo que siempre se había hecho en nuestra compañía. Él me estaba planteando algunos cambios respecto a los gastos que ocasionaría su propio funeral: en vez de un ataúd caro, pedía el más básico porque “total le iban a incinerar, y para echar al fuego…”, quería lo mínimo de gasto. También deseaba un cambio respecto a la corona de flores que acostumbramos a incluir en el pack de decesos. Proponía que todos esos gastos se dedicaran a enviar flores a las familias y amigos que habían formado parte de su vida. Para él ya no quería nada. “Además, no habrá gastos de tanatorio, porque he venido a casa a morir y de aquí me llevarán directamente al cementerio”.

Sus palabras me van viniendo a la cabeza una y otra vez. Sobre todo su tono, su tranquilidad. Yo, desde luego, no estuve a la altura de las circunstancias de ninguna manera. Me avergüenzo ahora que ya no hay remedio, porque le respondí como una autómata, preguntándole sus datos, mirando su póliza y repitiéndole lo que le incluía: féretro calidad A, corona de flores XL, tanatorio…

Señora, no me está haciendo caso: le estoy planteando ahorrarse casi todo lo que incluye mi póliza y dedicar algo de ese dinero a enviar flores a la gente que quiero. Claro, que ustedes no están acostumbrados a este tipo de peticiones y menos aún a tener reclamaciones, evidente, porque normalmente sus clientes no vuelven. Pero le digo que yo soy el muerto, para que me entienda”.

No era una petición descabellada, ahora lo comprendo y lo siento. Siento mi rigidez, mi automatismo, mi falta de empatía. ¡Lástima no haber reaccionado recogiendo su petición sencilla y entrañable (esto lo he reconocido después de unos días).

He pensado mucho en este señor: cómo aceptó su situación, le llegaba la muerte y la recibía con muchas emociones por la despedida, pero como algo que llega como llega una tormenta o un día de sol. Me vino a la cabeza algo del pasado, de mis tiempos de colegio y que nunca entendí: la hermana muerte. ¿Por qué me vino esto? Ni idea. Quizá la forma con la que él la recibió me hizo recuperar aquella manera de referirse a la muerte que tanto me sorprendió de jovencita.

Se iba a su casa, con los suyos a despedirse. Y preparándole un vermout a la hermana muerte, intentaba que no faltara la alegría y el amor, planeando su visita como algo tan natural como fue hace ya años su principio: nacimiento, muerte, vida. Esas flores que yo le negué y que quería hacer llegar a sus allegados eran el adiós emocionado, el abrazo a la hermana muerte y el mensaje de esperanza: Siempre llega la primavera.

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