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Texto: Susana Aragón Fernández
Este es mi primer trabajo después de terminar la Universidad. La tía Gema conocía a la directora de este colegio y se enteró de que buscaban a alguien de ciencias para dar clases. En cuanto me lo comentó, me animé porque después de tantos años de estudio tenía muchas ganas de trabajar y poder avanzar hacia esa independencia económica de mis padres con la que tanto soñaba. Sí, deseaba con pasión poder probar mis alas, salir de las aulas, ver mundo, conocer nuevos lugares, nuevas gentes… Así que ni lo dudé. Sin preguntar condiciones acepté este trabajo, a bastantes kilómetros de casa y que me obliga a un traslado de domicilio durante toda la semana. Bueno, traslado, lo que se dice traslado no es: en realidad es como si fuera una profesora interna en este centro, lo mismo que hay estudiantes internos de lunes a viernes. Los viernes todos nos vamos a nuestras casas quedando el edificio del colegio totalmente vacío y en un inhabitual silencio.
Todavía no conozco muy bien al resto de compañeros. Lo que sí sé es que, una vez terminadas las clases, nos quedamos en el centro una mínima expresión del equipo. La mayoría vive en el mismo pueblo y en los pueblos de alrededor, así que su semana debe de transcurrir muy distinta a la mía.
Aquí estoy: de profesora interna, de lunes a viernes. El quedarme aquí me permite tener mucho tiempo para preparar las clases y para apoyar a los alumnos en el estudio. Los viernes cojo el autobús de línea y vuelvo a mi casa, a mi familia y a mis amigos. Es una sensación extraña, la verdad, porque cada semana que vivo me parece que es un mes o casi una estación del año. Estoy ilusionada, la verdad, aunque sé que no es el trabajo de mi vida, claro, pero esto no lo pienso mucho. Intento dar lo mejor de mí misma y ver venir.
Lo peor que llevo es el domingo, cuando cojo el autobús que me deja en el pueblo y camino hacia el colegio, hacia ese edificio vacío y en extremo silencioso. En invierno las tardes son tan cortas que siempre que llego es de noche. Avanzo con mi bolsa y mi mochila entre los árboles que rodean al pueblo y cruzo la verja con la tensión de quien avanza por un terreno peligroso. Nadie en todo el colegio. Mis sentidos se alertan y no alcanzan descanso hasta que el lunes el día trae el sonido de voces y el ajetreo de los estudiantes, los compañeros… la vida.
Mi amiga Sandra ha encontrado también su primer trabajo a unos kilómetros de aquí y ella ya se ha sacado el carnet de conducir y lleva el coche de sus padres. Ya son varios los domingos que quedamos para hacer el viaje juntas. El viaje es muy agradable porque nos conocemos mucho y tenemos mucha confianza la una en la otra. Comentamos pequeñas anécdotas, planes de la semana, cosas familiares… o escuchamos música por el camino. En el coche hay una curiosa colección de CDs que Sandra conoce muy bien: dice que es la banda sonora de su infancia.
Este domingo volvimos a compartir viaje: una noche estrellada y muy fría; con la calefacción, íbamos a gusto, un CD de Manolo Tena “Sangre española” acompañando. No sé ni por dónde íbamos cuando lo vimos en la cuneta: un hombre que nos hacía señas al lado de un coche, como pidiendo auxilio. Paramos cerca y nos dijo que se le había averiado el coche y que estaba sin móvil y si por favor podíamos acercarle hasta el pueblo más cercano. Subió al coche y se sentó en los asientos traseros. No habíamos tenido ocasión de verle con nitidez. Todo fue muy rápido. ¿Podíamos fiarnos de él o no? Ni nos lo planteamos. Sin tiempo para pensar, pudo más el “deber de socorro” que el miedo.
Así que montamos en el coche a un desconocido que podía estar realmente en apuros o podría ser un asesino, un violador, un ser dañino… ¿un depredador? Volvimos a la carretera y con esas reflexiones y una intensa emoción de miedo, se fue instalando un silencio tenso que crecía y crecía. Yo miraba de reojo a Sandra, que no perdía de vista la carretera y que tenía una postura como agarrotada, sobre todo en la zona del cuello y de los brazos. No me atrevía ni a moverme del asiento y notaba el corazón a mil por hora. También mi cuerpo se estaba contrayendo. No quería pensar en asesinatos, ni violaciones… pero me iban viniendo a la cabeza nombres como Diana, Miriam, Toñi, Desireé, Marta… y apartaba esas ideas rezando. Sandra luego me comentó que ella estaba igual: reza que te reza y con la tensión de la cebra que se ve rodeada de leonas cazando. Llegamos al pueblo más cercano y, con un enorme alivio, dejamos al desconocido en una gasolinera. ¡Seguíamos vivas! ¡Qué liberación sentimos y qué alegría! Respiramos felices y dimos gracias a Dios.
El miedo, la inseguridad, la atracción, la ilusión, el entusiasmo, la tristeza, la libertad… todo nos acompaña en este desplegar de alas.
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