Me lo he llevado conmigo

Photo by C. Valdez on Unsplash
Texto: Susana Aragón Fernández

Llevo unos años ya dedicándome a ser “cuidadora” en los colegios. Me encargo de los alumnos que tienen algún tipo de discapacidad, sea del tipo que sea. Cada año es un reto y más lo son estos pequeños con quienes comparto muchas horas: algunas horas bonitas y algunas horas muy duras. Voy conociendo a cada niño, sus limitaciones para la vida cotidiana y sus puntos fuertes: voy queriéndoles día a día.

Ahí está Lorena, como viviendo en su mundo y de vez en cuando conectando con éste. Ahí está Iván, con ese cuerpo que no le sigue, que desplaza en silla de ruedas y las sonrisas que salen de sus ojos cuando los compañeros le hacen gracias. Ahí, Aroa, torpe con lo académico pero siempre con su sonrisa, su abrazo y dispuesta a jugar. Los cuidadores somos cada año una especie de “ángeles de la guarda” de estos niños que acuden como todos, cada mañana al colegio.

Y Guille. Nuestro Guille. Sólo tiene cinco años. Es menudo, enjuto, no es de esos cuerpos todavía redondeados, como los cuerpos de los cachorros (sean humanos o animales) que inspiran tanta ternura. Su cuerpo transmite tensión. Su pelo, muchas veces revuelto, parece el de un artista. Cuando está contento, todo es alegría. Pero últimamente la cosa va mal. El niño debe tener problemas en su familia. En clase está rabioso muchas veces: grita, patalea, tira sillas y mesas. Ni las maestras ni las cuidadoras conseguimos frenar esta avalancha de rabia que es Guille estos días. Acabamos sacándolo a la sala “de reflexión”, como forma de evitar que los compañeros resulten mal parados.

En la sala de profesores, en el comedor, en los pasillos… Guille está en la boca de muchos de nosotros, que vivimos con mucha impotencia su malestar. Un día se mete debajo de una mesa y no quiere salir. Otro día en el pasillo intenta pegar y dar patadas a Fermín, compañero cuidador, y se enfrenta a él a gritos, insultándole e insultando al mundo con sus gritos: “hijoputa” una y otra vez, y mostrándole sus dos dedos corazones con mucha agresividad para seguir insultándole así.

En el Equipo de Atención Educativa se habló de consensuar medidas de contención para que todos los que tuviéramos que estar con él, las aplicáramos al unísono. Y, cuando todo esto estaba por hacer ocurrió algo que me ha dejado maravillada y pensativa.

Era la tarde del jueves cuando yo estaba con Guille en la sala “de pensar” y Julio, el profesor de música, estaba apoyándome. El niño luchaba por escapar de la sala y malamente conseguíamos que desistiera de su propósito. Julio tuvo que irse y pidió ayuda en la sala de profesores. Vino Edurne. Para nosotros era nueva. Se puso en cuclillas a la altura de Guille y le miró a los ojos con mucha dulzura. Yo creía que estaba a punto de recibir un tortazo del niño al verla tan “desarmada”, pero no hubo tortazo. Se le ocurrió ir a coger algo a la sala de profesores y trajo un folio y una taladradora de papel. Le preguntó a Guille: “¿Me ayudas a hacer unos agujeritos en el papel?”. Y empezaron los dos a taladrar el folio. Enseguida Guille se encargó del asunto. Él hacía los agujeros y Edurne en cuanto había dos agujeros juntos los convertía en los ojos de un búho, de un mono bailón, de un tigre… Y cada animalillo cobraba vida a los ojos de Guille, que participaba más y más entusiasmado. Yo miraba todo desde muy cerca.

“¿Me dibujas y luego te dibujo yo a ti?, le preguntó al niño. En este momento, ella le miraba posando para el dibujo y él le miraba para dibujarla. Luego al revés. Se miraban, ella le decía alguna cosa, se sonreían… hasta que nos sorprendió la hora de irnos. Guille se subió a la mesa y Edurne en vez de reñirle, se ofreció a ser su caballo y así salieron los dos “relinchando” de la sala de pensar. Nunca había visto a Guille tan feliz.

Me sorprendió mucho la conexión que se estableció entre los dos. Me encantó ver al niño sonreír, estar relajado y disfrutando. Y me preguntaba ¿quién será esta Edurne?, ¿cómo ha conseguido esta conexión?

Al día siguiente coincidí con ella en la sala de profesores y le pregunté si era psicóloga, terapeuta o qué era. Ella me dijo simplemente que había trabajado muchos años como educadora en protección de menores. Yo seguía maravillada del momento de paz que habíamos tenido el día anterior en la sala de pensar. También me dijo que ese viernes se despedía porque se terminaba la sustitución que estaba haciendo.

Mi sorpresa fue todavía mayor cuando en el momento del recreo los niños iban saliendo al patio y Edurne se acercó a Guille. El niño, en cuanto la vio y ella bajó a su altura, se le echó en brazos y quedo apegado a ella fuertemente, como un pequeño koala, durante unos minutos que casi le hicieron tambalear y caer. Fue un abrazo que me removió por dentro, me dio como un sobresalto, de una emoción antigua.

A última hora, cuando ya nos íbamos, Edurne se me acercó y me dijo que la respuesta a lo que le había preguntado estaba mal respondida. “Me has preguntado si soy psicóloga o terapeuta o qué y te he respondido que me he dedicado a esto como educadora etc. Realmente la respuesta es que ver a Guille a gritos, ver su sufrimiento me ha hecho sufrir y “me lo he llevado” conmigo durante estos días y he rezado por él. Creo que esta es la respuesta a tu pregunta. No hay estudios ni títulos que lleguen hasta ahí”.


Photo by Anastasia Vityukova on Unsplash   

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