Recolectando

Fotografía: Jesús García Martínez
Texto: Susana Aragón Fernández

Está a punto de llegar ya el otoño y se empiezan a ver las hojas caídas por las aceras y entre la hierba de los parques de la ciudad. La luz del día se va reduciendo, avisando ya de la llegada del frío y despidiendo la luz del verano.

Esta semana Jesús salió a los bosques y recorrió algunos caminos conocidos y otros los conoció en el día. Olió la tierra húmeda de los hayedos y escuchó el único sonido que en principio llegaba a sus oídos: el crujido de las hojas secas acompañando a sus pisadas. Fue respirando hondo, dejando atrás obligaciones, nerviosismo, preocupaciones y fue dejándose envolver por la calma de los árboles y de los montes. Poco a poco tanto su oído como su vista fueron percibiendo más y más detalles de los que captaba al principio. Escuchó el ladrido lejano de un perro, los vuelos de los pájaros sobre su cabeza, el sonido del viento y muchos otros sonidos que no llegaba a identificar. Lo mismo con la vista: pasó de esa visión rápida del paisaje, como la que tenemos cuando vamos conduciendo un coche, a percibir muchísmos detalles. Empezó a ver las cortezas de los árboles, la variedad de colores de las hojas en las ramas y en el suelo. Y en ese momento en que empezó a ver y oír es cuando aparecieron: los preciados hongos-beltza que fue recogiendo con la ilusión de un niño, con la alegría de poder compartirlos con su familia y con sus amigos en la próxima Navidad.

Esta semana he tenido mi propia recolecta. No he recogido hongos, pero sí momentos bellos que han sucedido a mi alrededor. Y los he contemplado y los comparto con la misma alegría que Jesús comparte los hongos.

Estas mañanas, en el camino de Pamplona a Estella, he encontrado estas escenas:

  • Rafa, el juez y Pilar, en una calle del centro de la ciudad, despidiendo a su hija con un largo beso. Cada uno detenido en uno de los mofletes de la niña, adolescente, con su falda de uniforme cortito. Sin prisas, como sabiendo que les quedan pocos de esos besos por dar ya que el vuelo se va viendo cerca.
  • Cirauqui, elegante, elevada e iluminada por el sol del amanecer. Como si fuera una actriz en el escenario y sólo ella estuviera siendo enfocada por los técnicos de sonido. Las tierras y montes de alrededor, difuminados y en tonos apagados mientras ella luce todo su esplendor.
  • En Estella, al pasar por ese barrio que llaman Catanga, es el momento en que los niños han subido al autobús escolar y las madres y algún padre, alzan sus brazos despidiéndolos todos a una. Ellas con sus largas colas de caballo, sus batas sobre sus pijamas y en zapatillas, enseñando al mundo que la calle es una prolongación de su casa y que quienes la comparten, son familia. Esa corriente de amor es la misma que sienten Pilar y Rafa, todos los padres, todas las madres del planeta. Se van sus hijos y con ellos, su corazón.
  • El momento pasado con Iván, niño chiquito (cinco o seis años), que en el colegio grita su dolor, patalea, pelea por la vida, por una oportunidad. El momento jugando haciendo agujeros con la taladradora de papel, dibujando, haciendo el caballo y el abrazo de koala al día siguiente, que también se aferra a la vida con todas sus fuerzas.
  • El día de recolección termina con un paseo por la tarde y la escena de esa hija, adulta ya hace muchos años, acompañando a su padre muy mayor, en silla de ruedas. Ella sentada en el banco y él al lado. La hija acerca su cuerpo a su padre hasta tomarle de la mano y así, muy pegaditos, sentados (con las manos unidas no necesitan hablar), permanecen mirando la tarde pasar.

¡Qué curioso la alegría que dan estas escenas y qué curioso que muchas veces ni las vea!

Cirauqui. Fotografía Cachirri
Estrella Morente y su abuela. Fotografía: Bernardo Doral
Foto Emilia Azor Castaño

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