El grito de la foz


Photo by Justin Luebke on Unsplash 
Texto: Susana Aragón Fernández

Mi madre siempre se ha mostrado fuerte como un roble. Tan fuerte y tan independiente que sólo en contadas ocasiones nos ha pedido ayuda o compañía. Claro que ahora, con los años, puedo ver que esa fortaleza le ha supuesto pagar un precio muy alto: el precio de una gran soledad. Al intentarlo todo por ella misma, no se ha dejado mostrar débil ni vulnerable, aunque se haya sentido así y aunque muchas tardes interminables haya deseado con todas sus fuerzas nuestra presencia o la de sus nietos. Y por no pedir, por no molestar, por no reconocerse necesitada… se ha quedado sola.

Por eso, aquel día de agosto en que me llamó para acompañar a mi padre, que estaba en las últimas, no lo dudé ni un instante. Pasé parte del final del día y la noche con él. Nuestra última noche juntos. Su última noche. Llevaba tiempo muy mal y los médicos ya lo habían desahuciado. Cada día le aplicaban morfina para reducir sus dolores y todo esto sucedía en casa por decisión de mi madre, que prefirió esta intensidad de cuidados antes de que mi padre terminara sus días en el hospital conectado a tubos y máquinas. Con la asistencia médica domiciliaria y haciendo todo lo que estaba en su mano para rodearlo de la mayor comodidad, fueron pasando los meses hasta ese día de agosto.

Yo llevaba cuatro años casado con Amelia y no acabábamos de estar bien, lo que se dice bien. Muchos días, el poco tiempo que teníamos para pasar juntos lo pasábamos reprochándonos cosas y yéndonos a la cama enfadados, llenos de rencor. Ella se quejaba de que yo estaba poco atento, que no tenía detalles con ella, que guardaba todo lo mejor de mí para mi trabajo y yo me lamentaba de que no supiera disfrutar de cosas tan pequeñas (y tan grandes) como la comida, un paseo o una película. Me lamentaba de sus quejas continuas.

Justo el día en que me llamó mi madre para estar con mi padre era la víspera del cumpleaños de Amelia. Ella llevaba días planeando una excursión a la playa para celebrarlo. Y accedió a que pasara la noche acompañando a mi padre un tanto a regañadientes e insistiendo que al día siguiente nos iríamos a la playa. Ella seguramente no se daba cuenta de que mi padre se estaba muriendo. A mí esto me quedó claro desde el momento en que mi madre me llamó.

Me quedé con mi padre en su habitación y cuando nos dimos las buenas noches le di un beso, cosa poco habitual en nuestra relación, y él se me quedó mirando y empezaron a brillarle los ojos. Dijo mi nombre y sonrió antes de quedarse dormido. Yo también terminé durmiéndome. A media noche su voz, muy alterada, con desesperación, me despertó. Me estremecí al escucharle como entre sueños: entre sus gemidos gritaba “mamá”, varias veces, como si fuera un bebé que llama a su madre en la noche. “Mamá”. Sin decir nada, intenté convertirme en su madre por un instante y le agarré de la mano. Le acaricié la frente y la cara y en silencio, volvió a respirar tranquilo. En ese momento recé por él lo que quedaba de noche.

Por la mañana, me encontré con el mensaje de wasap de Amelia: “¿A qué hora salimos?”. Me sentí como entre la espada y la pared. ¿Conseguiría salvar mi matrimonio haciendo ese plan que ella parecía desear tanto? Pero mis entrañas peleaban por quedarme al lado de mis padres: ellas sabían con claridad que TENÍA que quedarme. Y, sin embargo, me fui. Me fui engañándome: “en cuanto volvamos, me quedaré y al día siguiente, y al siguiente”. Pero no hubo más días. Al volver de la excursión llamé a la puerta de casa y nadie contestó. Fue un silencio que me confirmaba lo que ya sabía antes de irme: mi padre había muerto.

En ese instante, la brecha que había entre Amelia y yo de repente se hizo terriblemente profunda con el sonido ensordecedor de una grieta que cruje en la tierra y crea una foz insalvable. En cuatro meses estábamos separados.

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