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Texto: Susana Aragón Fernández
Avanzan los días uniéndose unos y otros como pequeños eslabones de una cadena.
Eslabones como ese día en que Jaime te habló de esa oferta de trabajo y te dio el número de teléfono de su hermana. Eslabones como Edurne y Gloria. Eslabones como la generosidad de abrirte su casa Contxi y Eduardo. Eslabones como los primeros retos laborales: las Manolis. Eslabones como el barrio Virgen de la Cabeza con la limpieza de las cabezas de los niños y los piojos salpicando el lavabo. Eslabones como el burro de la familia al que llamaban “La Romera”. Eslabones como el declive de Cándido y su muerte. Eslabones de orfandad y tierra reseca cerca del monumento al Cristo vigilando la ciudad a orillas del Ebro. Eslabones como Dora, Kostas y Angelito compartiendo piso en la Velilla. Eslabones que llegan cargados de cariño infantil como Mila y las otras compañeras de piso: Inma, Rebeca y Gema.
Eslabones como las noches de juerga de los jueves en el café: Carlos, Javier, Josetxo, Joaquín, el Palentino, Daniel… y Alberto, siempre Alberto, en “El Café”. Eslabones como Rafa y Paco acercándose a casa a celebrar tu 25 cumpleaños. Eslabones como la abuela Juanita acudiendo a tu llamada de auxilio para hacerte compañía en tu soledad veraniega.
Eslabones con nombres de padres, hermanos, primos, familiares, eslabones con nombres de amigos. Eslabones con forma de bicicleta y con la silueta del Moncayo. Eslabones de viajes, de ríos que se llenan de peces y patos. Eslabones con forma de regalos divinos: los hijos que llegan un día. Eslabones de música y nuevas amistades. Eslabones de libros y paseos, cumpleaños y pic-nics. Eslabones que van uniéndose unos a otros. Con calma, lentamente, uno tras otro. Día tras día, cada uno con su color, con su brillo, con su temperatura, uniéndose al anterior con la misma dulzura y tranquilidad con las que crece un árbol.
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