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Texto: Susana Aragón Fernández
¡El primer cumpleaños de nuestra nieta! Mi marido y yo estábamos emocionadísimos. Casi más que cuando celebrábamos los cumpleaños de nuestros hijos. O quizá se nos había olvidado este tipo de emociones y la bebé estaba removiendo las brasas de vivencias algo lejanas ¡Qué ilusión ser abuelos! El sábado lo celebramos en casa de nuestro hijo y nuestra nuera.
Días antes quedé con mi hija para buscar un regalo. Nos recorrimos el Casco Viejo y el Ensanche de Pamplona, mirando en buen número de tiendas. Buscaba algo que me gustara mucho, muchísimo, como para la nena y cuando ya tenía las piernas cansadas de tanto andar (en verano se me hinchan bastante con estos calores) y mi hija empezaba a impacientarse porque nada me parecía lo suficientemente bonito, encontramos un vestidito precioso. Era el vestidito que me hubiera gustado hacerle si hubiera sabido costura. Lleno de colores alegres y detalles. ¡Me la imaginaba tan graciosa con ese vestido! A ojos cerrados lo compramos y ya nos pudimos ir a tomar un granizado a una terraza. ¡Qué descanso!
Llegó el sábado, el día en que nos juntábamos las dos familias para celebrar el cumpleaños. Yo me fui a la peluquería a primera hora. Después aprovechamos para las compras en el mercado y, una vez organizado todo en casa, nos fuimos mi marido y yo a dar un paseo y tomar un vermout. Esta fue nuestra celebración privada. Brindamos por esa niña que nos había traído tanta alegría y por nosotros.
Luego en casa de nuestro hijo, saludamos a la familia de nuestra nuera: sus padres y hermanos, con sus familias. También fue nuestra hija con su novio. Prepararon una comida fantástica y charlamos con mucha animación. A los postres les dimos los regalos, cantamos el cumpleaños feliz y terminamos cantando canciones sanfermineras.
Cuando ya nos íbamos a ir, felices de haber pasado un día tan bonito, mi hijo se me acercó y me pidió el ticket del regalo porque querían cambiarlo. “¿Cambiarlo?” Sentí como una punzada por dentro. Un disgusto repentino con forma de estilete. Y aunque la reacción natural activaba mis lacrimales, con los años he aprendido a controlarlos y esperar un poco. Así que le dije que lo trajera, que ya lo llevaría a la tienda por si se podía cambiar. ¡Me lo llevé! Sí, como quien rescata a un niño perdido y lo agarré bien fuerte: ¡el vestidito querido! El ticket no me importaba. Al salir a la calle, lloré un rato en silencio mientras mi marido entendía y callaba.
A los días, el regusto amargo del regalo se convirtió en una cascada alegre al levantarme de la cama con la solución: ¡ese vestidito le iba a quedar de perlas a la pequeña Mamu, la hija pequeña de mi vecina! Llegaron hace unos años de Camerún y nos hemos cogido aprecio. Mamu es la más chiquita. ¡Tan morenita y con esas trenzas llenas adornos que le sabe poner su madre iba a estar guapísima! Solamente pensar en regalárselo a ella me iba poniendo más y más contenta. Cogí unos chupachús para los demás hijos y envolví el vestido con todo mi cariño.
Julienne, la madre, recibió el paquete con una sonrisa amplia. A los 5 minutos llamó a mi puerta. Abrí y ahí estaba con Mamú de la mano luciendo el vestidito que tanto me había gustado y tanto me había hecho sufrir. Julienne le hizo un gesto y la niña estiró sus brazos hacia mí para darme un beso. Yo recibí su beso y fui la mujer más feliz del mundo.
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