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Texto: Susana Aragón Fernández
El Señor Clemente y la Señora Juana vivían justo encima de vosotros. Era un matrimonio muy mayor, los dos delgados, fibrosos, como con mucha historia y mucha vida recogida en cada arruga de su piel, como con mucha sabiduría acumulada en cada uno de sus movimientos lentos. Vosotros llegasteis con vuestros pequeños muy pequeños a ese bloque donde hacía años que no se veían niños, lo que favoreció ese cariño espontáneo y esa simpatía. En las tardes de lluvia en que no se podía salir a la calle, vuestros chiquitos disfrutaban subiendo y bajando las escaleras de todo el bloque, experimentando incansables ese juego recién descubierto. Con tanto estar en la escalera, acababais saludando un día a unos vecinos y otro día a otros. Al Señor Clemente y a la Señora Juana les daba una ilusión especial esos encuentros y les gustaba ofrecer unas galletas María a los niños y charlar un rato.
La Señora Juana cayó enferma y estuvo un tiempo siendo cuidada por su marido y por Edelmira, que se encargaba de hacerles la vida más sencilla ocupándose de las tareas cotidianas que ahora ellos no podían hacer. Edelmira trabajaba cantando y su canto era como el de un pájaro alegre y fuerte en el bosque. Mientras tú tendías la ropa en el patio de vecinos podías escuchar sus trinos y la imaginaba barriendo el suelo, planchando, cocinando… en el piso de arriba, como si estuviera ocurriendo un espectáculo musical donde el público selecto era el Señor Clemente y la Señora Juana.
La Señora Juana murió y quedó el Señor Clemente con su vida tranquila, con su misa de 12 y los cantos de Edelmira que hacían menos solitaria la viudedad. También sus hijos, Juan y Emeterio, estuvieron muy presentes y les acompañaron todo lo que pudieron. Y lo mismo sus nietos.
Un día, estando en casa os llegó un intenso olor a humo y con la alerta de un sabueso saliste por las escaleras y alarmada descubriste que el humo salía de casa del Señor Clemente. Cuando estabas a punto de llegar a la puerta, milagrosamente salió del ascensor su hijo Juan, que llegaba a visitarle y que ¡tenía llave de casa! Gracias a Dios, todo fue un susto que se resolvió sin mayor complicación.
Con el tiempo también le tocó el turno de marcharse al Señor Clemente y recuerdas la última visita que le hiciste en San Juan de Dios. Tú te empeñabas en llevar una conversación cotidiana, como si la vida siguiera su curso y al despedirte de él, su hijo Emeterio te comentó, quizá por verte más joven o quizá inexperta o por si no te estabas dando cuenta, que la vida de su padre se estaba acabando, como realmente fue.
El Señor Clemente se reunió con la Señora Juana y con sus antepasados y se hizo el silencio en el piso de arriba: desaparecieron las pisadas al ir a dormir y desaparecieron los cantos de Edelmira en el patio de vecinos.
Pasados unos cuantos días de su muerte llamaron a la puerta y al abrir te encontraste con uno de los regalos más increíbles que te hayan hecho jamás: era Emeterio que te traía un paquete de bombones de la mejor bombonería de San Sebastián, donde él vive. Una caja de bombones de parte de su padre. No te lo podías creer. ¡Pero qué detalle! Hace días que ya habíais celebrado el funeral, habíais rezado por él, os habíais despedido… y ahora ¡esos bombones que llegaban como del más allá! ¡Gracias, Señor Clemente! Cada bombón lo fuisteis comiendo con el respeto a su memoria y agradeciendo su vida siempre con una sonrisa y un recuerdo alegre y sorprendido.
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Precioso. Los bombones son el lenguaje , las palabras que el hijo no supo decir .
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¡Gracias, Ángela! ¡Qué bonito tu comentario!
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