No perdía la esperanza

 

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Fotografía: Daiga Ellaby

Texto: Susana Aragón Fernández

Sus dos madres se llaman igual, Concha. A una la perdió de vista hace diez años y a la otra la tiene cerca, en su casa. Las dos las lleva en el corazón. También tiene dos padres: aquel que quedó lejos y del que no guarda buen recuerdo y el padre con quien convive hoy. También los dos están en su corazón.

A unos los mira con el dolor de lo que perdió; sus rostros en color sepia le traen olores de sus primeros años, el olor de la tierra cuando llovía, el olor del guiso de vegetales, el sonido del mortero al moler el maíz, la sensación de miedo a salir a la calle a partir de unas horas, la angustia ante las peleas de sus padres, el olor del aliento de su padre cuando había bebido, los sonidos de la noche, los juegos con sus dos primos que finalmente llegaron a ser sus hermanos cuando quedaron huérfanos…

A sus padres actuales los mira con la mirada adolescente que va descubriendo los defectos y debilidades de aquellos que creía tan grandes y éstos se le van haciendo más y más pequeños. Le resultan pesados en su insistencia en los estudios, en los comportamientos… Y quiere hacer su vida, volar en libertad.

Pero dentro lleva un niño pequeño que un día fue llevado a un orfanato allá en su tierra. Un niño pequeño que no entendía lo que estaba pasando y que supo que sus primos/hermanos también fueron llevados a otro orfanato. Un niño pequeño que había aprendido a rezar con su madre y cada noche pronunciaba con los ojos cerrados “Jesusito de mi vida” y “Ángel de la guarda, dulce compañía”. También había aprendido a santiguarse y lo hacía cada mañana y en cada ocasión que le suponía un vértigo, un reto, un miedo… Aquel niño pequeño no perdía la esperanza.

Un niño pequeño que siempre había escuchado una prohibición “no llores”. Esas dos palabras “no llores”, las lleva tatuadas en su corazón. Esas dos palabras amordazan su dolor y son las carceleras de todas las lágrimas que quedan por brotar. Las lágrimas de aquel niño tan pequeño que no perdía la esperanza de que su madre regresara por él. Las lágrimas por aquel pequeñín que observaba la frialdad del resto de niños que estaban también en el orfanato. No eran niños como los que conocía: les daba todo igual, esra como si estuvieran congelados. Algunos hasta dejaban de comer. Otros, en cambio, se lanzaban a la comida, a por los trozos de carne, quedándose los más pequeños sólo con los vegetales que acompañaban en la fuente colocada en el centro de la mesa. Pero él no perdía la esperanza: en cualquier momento aparecería su madre y volverían a casa y ella le prepararía las tortitas de maíz que tanto le gustaban. Parecía que los demás niños habían perdido toda ilusión, toda esperanza, incluso aquel amigo del que recuerda hasta su nombre, Ismael. Él, en cambio, no perdía la esperanza.

Dicen que ahora los tatuajes se pueden borrar. Ahora podrá borrar esas dos palabras, “no llores” y podrá dejar que ese embalse de lágrimas y de dolor salgan como un torrente primero y como un río calmado después regando los campos de su niñez y de su adolescencia, dejando que la tierra seca se empape y vuelva a dar vida, vuelvan a brotar las plantas y la alegría crezca fortalecida.

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Fotografía Svyatoslav Romanov

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