
Quizá dejes para el final la yema del huevo frito, reservando lo que te es más apetitoso para terminar con ese sabor. O quizá en vez de la yema te reservas las puntillas crujientes porque es lo que más te gusta. Tal vez sea la forma de hacer permanecer lo que más aprecias, haciendo que ningún sabor posterior se imponga al preferido, dejando la estela de este por más tiempo, que perdure. También puede ser que raspes el plato que sostuvo a ese simple y gran manjar con el tenedor hasta dejarlo limpio, reluciente. Y no sería de extrañar que en el culmen del aprecio pasaras la lengua por toda la superficie circular no dejando ni rastro del huevo frito que allí estuvo un pequeño lapsus de tiempo.
Con ese saber saborear, a más de 10.000 km de lo que ha sido hasta ahora tu vida, recibes una carta. Una carta que has de recoger en Correos porque no estabas en casa cuando llegó el cartero. Con un signo de interrogación y otro de exclamación en la frente quedas intrigado: ¡qué pocas veces has recibido una carta-carta, una carta del correo tradicional, una carta de las de toda la vida que ahora tanto escasean! Y solo ver esa letra tan peculiar, tan conocida y cercana, un pellizco en el corazón te habla de alguien que siempre ha estado ahí, contigo. Con el corazón contento por este acontecimiento y con el sobre todavía cerrado, llamas para contarlo “¡he recibido una carta vuestra!”. Todavía no la abres porque quieres saborearla, buscarle su momento de atención, quieres volcarte en escucharla, recrearte en cada palabra y sentirla entera. Y buscas un viejo café donde crear un lugar para ti y tu carta recién recogida. Un viejo café donde hace años se reunían grandes literatos y disfrutaban tardes de tertulias entre humo y café. Las almas de Borges y de Bioy Casares se sientan a tu lado y te acompañan en ese momento feliz y comparten mesa y café y callados aportan calor a tu lectura silenciosa y emocionada.
De la carta salen escritos de familiares y de amigos todos reunidos a distancia en tu primer cumpleaños lejos de casa: líneas que son hojas de árboles desprendidas que llegan con el viento, las hojas queridas que siempre te han acompañado, las hojas llenas de chispas otoñales que te echan de menos y que tú también añoras, las hojas cómplices que te hacen llorar y llorar… llorar de felicidad.
Hay minutos que se llenan de luz, que te envuelven de colores y que llenan de oxígeno tus pulmones y tus venas. Hay minutos que reservas para el final, para saborear, para dejarlos reposar y permanecer en cada célula de tu piel. Hay momentos que quisieras tatuar para no llegarlos nunca a olvidar.

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