Los que se van


Photo by Photoholgic on Unsplash Texto: Susana Aragón Fernández

Miguel, el hermano pequeño del abuelo Gracián, fue llamado a incorporarse al ejército cuando la guerra ya llevaba un tiempo haciendo estragos. Posiblemente un telegrama que llegó a muchas familias de tantos pueblos, cambió el rumbo de las vidas de aquellos chicos. Dejarían las labores que ya llevaban un tiempo haciendo: en el campo recogiendo hierba para alimento de los animales en invierno, cuidando el ganado, aprendiendo mil labores de padres y vecinos, aprendiendo todo lo necesario para su supervivencia y la de sus familias.

Miguel solo tenía 18 años y, como tantos coetáneos, al recibir esa llamada, salió con su petate a cumplir con los deberes de la patria. Nadie le preguntó si estaba de acuerdo con uno u otro bando. Seguramente incluso viviera alejado de otras cuestiones que no fueran el día a día: trabajar e intentar buscar las mayores diversiones posibles con sus amigos del pueblo, con sus amores frescos e ilusionados. En su cabeza y en su corazón llevaría su último partido de remonte en el frontón jugando de compañero con Julián, la merienda en la era, su postre favorito que preparó su madre para despedirle: las natillas con suspiros, el tímido beso de Catalina, la chica que tanto le gustaba. Y en aquel autobús marchó junto con otros tan jóvenes como él, dejando lágrimas en esas madres que quedarían en sus casas mucho tiempo sin tener noticias de ellos y dolor concentrado en esos padres que habían aprendido a ser duros y no lamentarse, mucho menos llorar. La bisabuela Martina. El bisabuelo Román. Rezando cada día por su hijo.

Parecía que la guerra ya iba a acabar. Y llegó el último día. Y con el último día una bala perdida que acabó con la vida de Miguel. Al pueblo volvieron los demás. Por todo el valle llegaron como golondrinas los mozos que recibieron aquel telegrama. Pero Miguel no volvió. Y para Martina y Román el verde de las montañas fue desapareciendo hasta convertirse en gris. El azul intenso del cielo en verano fue rebajando su color hasta también pasar a gris. La ropa se volvió negra. La siempre cálida leche de sus vacas se les cortaba en el estómago. Las risas de los muchachos en las fiestas pinchaban sus entrañas. Sus cabellos encanecieron y sus rostros envejecieron.

Moceta, ojalá que nunca te toque vivir una guerra”, me decía la abuela Juanita.

Gracias a Dios en nuestro país hoy no hay guerra y nuestros jóvenes parten hacia nuevos destinos. Vuelan lejos de sus hogares para estudiar, para trabajar, para descubrir nuevos horizontes. Una comida de despedida con la familia. Otra con los amigos y luego los nervios que cierran la garganta tantas horas. El hermano entrando en la habitación para el adiós. El abrazo del padre y el cariño. Dos maletas y una mochila, un buen amigo y un autobús rojo. Unas madres diciendo adiós en el andén. Para alivio de progenitores, el teléfono y las redes sociales permiten saber de ellos, mantener la comunicación y vivir con la mezcla de nostalgia e ilusión este momento en que vemos sus alas desplegándose.

Mocé, que el Señor te bendiga y te guarde

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