Job


Photo by Joshua J. Cotten on Unsplash Texto: Susana Aragón Fernández

Cuando leí aquel libro me dije “este me lo reservo para cuando las cosas se me tuerzan o cuando me toque pasarlo mal”. El libro de Job.

En sus buenos tiempos Job tenía muchos motivos para dar gracias a Dios (hay quienes prefieren dar gracias a la Vida, gracias a los Astros, gracias a la Naturaleza, gracias a la Fortuna y dicen “afortunadamente”, bueno cada uno lo que crea). Aquel hombre daba gracias a Dios. Disfrutaba de una gran familia, numerosos rebaños que eran su medio de vida, un lugar respetado en su pueblo y la alegría de una salud de hierro. No daba nada por supuesto ni se enorgullecía de todo lo que le rodeaba y cada día agradecía cada detalle. La felicidad no le impedía captar las desgracias ajenas y las escuchaba y tenía en cuenta, procurando hacer lo que estaba en su mano por ayudar o aligerar las penas de los que pasaban por una mala racha.

Y seguía dando gracias. Era consciente de que sus méritos eran los mismos que los del chico huérfano que conoció un día, que los de la viuda que vivía en la misma manzana o los del enfermo que dependía del auxilio de los demás. “Los mismos méritos”, se decía, como preparándose para recibir de igual manera el sufrimiento que la vida pudiera depararle en algún momento.

Llegó a su vida la pérdida y la desgracia. Perdió todos sus rebaños. Perdió a su familia y quedó en la intemperie de la soledad. En poco tiempo empezó a perder la consideración de los que siempre le habían tenido en alta estima y empezó a sufrir burlas, difamaciones y exclusión. Perdió su estatus social. “Algo habrá hecho”, es la frase que se extendió de boca en boca. Se esparció el juicio social sin siquiera pasar por los tribunales. Ese juicio alegraba malignamente los corazones que vivieron con envidia su primera felicidad. Incluso perdió el cariño de los amigos que se unieron a la corriente de enjuiciarle y le dejaron solo. Apartado, en su dolor.

Finalmente perdió también la salud y su dolor llegó a ser insoportable. Miraba a Dios y suplicaba. Se sintió abandonado por él. Suplicaba y protestaba contra todos los que le achacaban “algo habrás hecho”, como si Dios quisiera castigarlo. Convencido de que no se trataba de “méritos”, sabía que él no merecía semejante sufrimiento y sabía que Dios no quería castigarlo. Llegó el tiempo en que deseaba la muerte por poder por fin descansar. Después de muchos disgustos, dolor, rebeldía, sinsabores…. siguió confiando en Dios y Dios le escuchó y su vida volvió a llenarse de motivos para la alegría. Todo empezó a cambiar el día en que descubrió el pájaro que cada mañana se acercaba a su ventana a beber del agua del bol que con ese afán dejaba.

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