
Sus pies terminaron deformados por esos zapatos de punta estrecha: aquellos queridos pies vivieron año tras año apretados en una convivencia de dedos insoportable que terminó en dolor al andar, limitación de movimientos y una operación del dedo en martillo. Así le llamaron los médicos: dedo en martillo, o sea, un dedo sin sitio en el calzado que se ha visto obligado a doblarse y subirse por encima de los otros para caber en el zapato. Moda despiadada esa de los zapaticos de tacón finos y estrechos que afectó a la abuela Juanita y a tantas de su generación y siguientes. “Para lucir hay que sufrir”. La presión social empezaba en los pies, seguía por el resto del cuerpo y terminaba en la cabeza. El pelo, de peluquería, no podía mojarse nunca: nada de meter la cabeza por debajo del agua si un día de verano había ocasión de bañarse en el río o en el mar. Impecables mujeres encorsetadas de cara afuera y que mantuvieron su libertad de puertas para adentro cantando en sus casas, riendo, rezando y manteniendo una chispeante creatividad, imaginando y haciendo realidad mundos con sus telas y ganchillos, con sus pinturas, con sus pimientos y cebollas, con todo lo que caía entre sus manos.
Y un buen día Pipi Lamstrumg llegó a nuestras vidas, con sus medias de colores, sus zapatos anchos, sus graciosas trenzas y sus ganas de vivir y divertirse. Llegó montada en Pequeño Tío, un caballo que había decorado pintándole lunares. Llegó con su mono y su saco de monedas. Todo dispuesto para compartir y disfrutar. La casa, qué más da, destartalada: abierta a los amigos, a los juegos. La casa donde patinar, reír y colgarse de las lámparas. Eso era vida. Librarse a saltos de quienes querían arrebatarle su libertad con excusas de protección y cuidado.
Murió la abuela Juanita, murió Pequeño Tío y hoy Pipi tiene un nuevo caballo con manillar y dos ruedas, y, lo mismo que aquel primero, toma el té y descansa en el salón de casa. Ella, con unas buenas deportivas, recorre los caminos esquivando los lazos que intentan atraparla, como ya hizo ayer. Descubre huecos en los árboles y escucha el griterío de las grullas al pasar.
Y un buen día la sed le hizo detenerse cerca de una vieja fuente. Al momento alguien se acercó también a aquel lugar. Charlaron un rato y después de despedirse sintió que su pequeña gran libertad le explotaba por dentro, creciendo y creciendo. Le dijo que se llamaba Jesús, el del carpintero.

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