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Texto: Susana Aragón Fernández
Lo que voy a contar sucedió hace años. Ellos ya han celebrado sus bodas de plata y fue algo del principio de su convivencia. Edurne y Jesús, nuestros amigos. Cuenta Jesús algo que le dejó anonadado en aquellos primeros tiempos de recién casados.
Resulta que él estaba acostumbrado a encontrarse todos los días los zapatos relucientes simplemente con el gesto de dejarlos a la noche en la cocina. Como en el cuento del “Zapatero y los duendes”, aquel en que unos duendecillos cosían el cuero de noche para ayudar al zapatero, en el caso de Jesús, toda su vida desde que él recuerda, algún duendecillo limpiaba de noche sus zapatos para que al día siguiente él los encontrara brillantes y esperándole.
Recién casado utilizó la misma táctica de dejar los zapatos de noche en la cocina, con la confianza absoluta de que al día siguiente los encontraría tan perfectos como cuando vivía con sus padres. Pero, ¡vaya! Al día siguiente seguían en la cocina tan sucios como los había dejado, incluso con restos de barro por los laterales. Ese día se puso un viejo par de zapatos para dar un poco tiempo a los duendecillos nocturnos para que actuaran. Quizá no se habían enterado de que había cambiado de domicilio.
Por si no los habían visto, la segunda noche colocó los zapatos más a la vista y esperó al día siguiente todavía con la confianza intacta. Pero al día siguiente seguían igual.
Decidió entonces colocarlos en medio de la cocina, de manera que cualquiera que pasara por ahí se los encontraría y hasta podía tropezarse con ellos. Esperó, porque, como dicen, la esperanza es lo último que se pierde y a la mañana siguiente cuando ya estaba dispuesto a colocarse los zapatos brillantes, éstos seguían igual de sucios.
Se rompieron en cien añicos su esperanza y la confianza ciega en los duendecillos cuando apareció Edurne por la cocina, todavía en camisón y zapatillas y al pasar cerca de los zapatos, los saltó con la gracia de una gacela que sortea un pequeño riachuelo. Sin decir nada, alegre y contenta, dispuesta a darle un beso de buenos días. Aquello fue una mezcla de desilusión y de ilusión, de desengaño y de sorpresa, de novedad… un gran cambio en su vida.
Hace tiempo que ya no creía en los Reyes Magos. Desde ese día dejó de creer en los duendecillos nocturnos y decidió unirse al salto de su gacela y compartir limpieza de zapatos, elaboración de comidas, compras, lavadoras, plancha, cuidado de los niños que luego llegaron.
Sin una bandera, sin un grito, sin una queja, ni un reproche, sin un mal gesto, sin dar ni una patada al lenguaje…. Un bello salto de gacela: un simple salto ligero, alegre y precioso que cambia el mundo.

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