Fotografías y texto: Susana Aragón Fernández
Este año hice mi Primera Comunión y mis tíos me regalaron una pareja de pajaritos en una jaula: una pareja de Diamantes Mandarines. Los dos con el pico rojo. Él con tonos tostados, grises y blancos y un buen círculo naranja a cada lado del pico, como si tuviera dos grandes coloretes. Ella blanca, blanquísima, totalmente blanca, menos el pico.
Yo me encargaba del alpiste y del agua y mi madre de limpiar la jaula. He de aclarar que a mi padre, esto de los pájaros, ni de cualquier otra posible mascota, no le va nada y por eso se desentiende totalmente. A mi madre estas cosas enseguida le atrapan, sean animales o plantas. Ella, en cuanto podía, miraba a los pájaros, observaba sus movimientos y comentaba conmigo sus costumbres. Los fines de semana los sacaba al balcón y les colocaba un pequeño recipiente con agua que se convertía en la bañera de los Diamantes Mandarines. Los dos observábamos cómo los pajaritos se acercaban a la bañera y desde el borde se acercaban al agua con alegría. Tras unos breves acercamientos, acababan dentro del agua agitando sus plumas y salpicando todo el balcón. La verdad que disfrutaban de lo lindo esos sábados y domingos al sol del mediodía y nosotros disfrutábamos también con ese pequeño espectáculo.
Un día apareció mi madre con un nido que colocó en una esquina de la jaula y una especie de algodón, que colocó en el otro extremo ¡Justo era eso lo que necesitaban los pajaritos! No sé cómo mi madre pudo saberlo, podría pensarse que tenía una extraña conexión con ellos porque a los pocos días pusieron cinco huevos dentro de ese nido de paja cerrado, menos por la parte de entrada. Desde ese momento, o bien la madre blanquísima o bien el padre con sus coloretes, estuvieron en el nido, turnándose, sin dejar un solo instante a los huevos, dándoles calor. O sea, incubándolos.
Al tiempo fueron naciendo los cinco pajaritos, bastante feúchos ¡para lo bonitos que eran sus padres! Estuvieron mucho tiempo en el nido. Los padres les alimentaban continuamente: cinco picos continuamente abiertos esperando a recibir comida. Era muy bonito de ver, la verdad. Alguna tarde también mis amigos pudieron verlo.
Llegó el tiempo de irnos de vacaciones y la jaula de los pajaritos ocupó el asiento del copiloto, bien atada con el cinturón. Así, pudimos seguir viendo cómo las crías iban mejorando su aspecto desgalichado del principio e iban tomando más forma de pajarito. Los mirábamos, remirábamos. ¡Menudo trajín que se llevaban los padres!
Crecieron tanto que parecía imposible que siguieran los cinco dentro de un nido tan diminuto. Un día uno de ellos, quizá el mayor, quizá el más intrépido, salió del nido, y se quedó quieto justo fuera del nido, aferrado a él por fuera, como viendo lo que tenía alrededor y midiendo sus posibilidades. Al rato saltó y removió un poco las alas, con un saber natural que le decía que ahí estaba su poderío. Poco a poco sus hermanos fueron saliendo también del nido como él.
Pasamos en poco tiempo de dos Diamantes Mandarines a siete, así que tuvimos que ampliar su vivienda y conseguimos una jaula mayor. Conforme crecieron empezaron los conflictos, especialmente entre algunos hijos y el padre. Se peleaban. Se impedían acceder a la comida. Se cogían con el pico de las plumas de la cola o de las alas. No había ya armonía en esa familia y mi madre andaba preocupada: quería que dejaran de pelear.
La tía Miren, que es especialista en pájaros, le dijo “es que el matrimonio (refiriéndose a la primera pareja de pájaros que llegó a casa) está muy bien en la jaula, pero más ya es lío”.
Un día volví del colegio y me contó mi madre lo que había hecho: “estaban otra vez peleándose y les he reñido, fíjate, riñiendo a los pájaros, diciéndoles <¡vale ya!>, así que he llevado la jaula al balcón y les he abierto la puerta. Han ido saliendo unos y otros y al final se ha quedado la madre Diamante Mandarín. Ha salido de la jaula y ha estado un buen rato, como esperando por si decidían volver. Ahí tan blanquita, tan esperando hasta el último momento… y finalmente ha volado ella también”.
Me ha dado algo de pena todo: la jaula vacía, el relato de la madre-pájaro esperando por si volvían los demás…, pero en el fondo estoy alegre porque los pájaros si tienen alas es para volar. Ahora podrán desplegar sus alas, conocer mundo, volar entre los árboles, sentir el vértigo de ver la ciudad desde lo alto. Así se lo he dicho a mi madre, que estaba un poco apesadumbrada. Y ella me ha sonreído y me ha dicho que todos tenemos nuestras propias alas y que no deje nunca que nada ni nadie me las recorte o me meta en una jaula. ¡Ésta es mi madre! A veces habla de una forma misteriosa, que me gusta pero que no acabo de entender.
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Ay Susana, que preciosidad!!!
Me parecía estar leyendo a Delibes…
Y me recuerdas también a la Mastretta..”pasión por la vida”, eso es lo tuyo!!!
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¡Gracias, Rosa! En ti tengo una buena maestra en esto de «Pasión por la Vida», jeje. ¡Con qué buenos ojos me miras siempre! Un abrazo
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