Un instrumento de paz

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Texto: Susana Aragón Fernández

Mis padres estaban empeñados en que siguiera con mis estudios de música. Debo ser bueno, o por lo menos eso me lo han dicho siempre ellos y también Raquel, mi profesora de violín en la Primaria. Llevo desde pequeño estudiando lenguaje musical y violín y en junio del año pasado llegó el momento de pasar al Conservatorio Profesional. Preparé las pruebas de acceso con el apoyo de Emilio, el profesor al que íbamos una vez por semana Naroa, David y yo.

Pasé bien las pruebas, sí. Creo que a todos les hizo más ilusión que a mí porque me pareció intuir que lo que me esperaba no me iba a gustar. A fin de cuentas sólo tenía 11 años (en verano cumpliría los 12). En junio aprobé las pruebas y el que iba a ser mi profesor a partir de septiembre ya empezó a ejercer de profesor y me dijo que tenía que estudiar todos los días del verano un mínimo de una hora de instrumento. Con exigencia y mucha seriedad. ¡Pero si todavía no era mi profesor! ¡Ni me había matriculado todavía! Algo empezaba a escamarme. A mí lo que me gustaba era aprovechar cualquier oportunidad que encontrara para jugar: en el patio, en cualquier parque, en casa, con amigos, con pantallas, videojuegos… lo que fuera, pero jugar.

Llegó septiembre y al mes de empezado el curso me sentí como si hubiera entrado de golpe en el mundo de los adultos. Sin transición. Mucha exigencia, poca valoración. Mucha seriedad, poca relación. Nada de juego. Ahora clase de instrumento, luego de lenguaje musical, después orquesta y después piano complementario. ¡Buff, demasiado! Yo siempre había disfrutado mucho de la música en mi colegio Vázquez de Mella, donde todos los alumnos aprendíamos algún instrumento. En las fiestas el colegio se convertía en una orquesta infantil que dedicaba sus canciones a las familias y amigos que se acercaban. Me gustaba esa mezcla de instrumentos, esa mezcla de edades, los profes de los distintos instrumentos incorporados también a los conciertos. Con ensayos donde descansábamos para jugar, para merendar…

En el Conservatorio me sentí solo en un mundo de adultos, a blanco y negro, sin tiempo para la diversión, sólo exigencia. Parece que las palabras de ánimo sobraban. Yo estaba acostumbrado a la valoración y al ánimo y así había vivido la música con alegría. Ahora mi nuevo profesor sólo resaltaba mis errores. Cada día me sentía más solo y más frustrado. Según lo que escuchaba de mi profesor, nada me salía bien. ¿Para qué habría dedicado tantas horas a preparar ese acceso si luego al parecer no daba la talla?, me preguntaba a mí mismo una y otra vez.

Cada día mi ánimo iba de mal en peor. Mis padres, viendo las noticias un día, se lamentaban ante una noticia donde unos niños tenían que trabajar en una fábrica en un país de Asia y yo, viendo esa situación, sentía que no tenía derecho a quejarme, pero a la vez me sentía morir cada víspera de ir al Conservatorio.

Empecé a portarme mal y a “chantajear” a mis padres de distintas formas, ya que ellos no escuchaban mi petición, ya clara, “no quiero ir al Conservatorio”. Como sólo había pasado un mes desde el principio del curso, ellos me animaban a probar un poco más. Pero yo lo tenía muy claro. No quería ir allí. Para mí era horrible. Yo era un niño y ese era un mundo para adultos. “Si quieres que vaya, entonces me llevas el instrumento y la mochila”. Recurría a estos comportamientos para intentar algún cambio. Como mis malos comportamientos iban en aumento, un día mi madre me dijo que prefería un tío (normalmente habría dicho “un hombre”, pero esta vez dijo “un tío”) que se encarga de recoger basuras y es buena persona que un músico virtuoso gilipollas. Sí, así lo dijo, “gilipollas”. Hasta entonces no había escuchado a mi madre usar esta palabra. Ella no suele usar “palabrotas”, por eso me chocó tanto “un virtuoso del violín gilipollas”. ¿Prefiere un basurero buena persona que un músico gilipollas?. Esto me dio qué pensar. En ese momento se abrió una grieta en la insistencia de mis padres. Y ya cuando llegó el día en que pronuncié las palabras “me quiero morir” ante la perspectiva de ir al Conservatorio, mis padres ya me tomaron en serio, me escucharon y me permitieron dejarlo, con toda la pena que me daba porque la música siempre ha sido una compañera especial. Al curso siguiente me matricularon en una escuela de música y pude continuar de otra manera con esa pasión. Con todo esto aprendí que cuando te equivocas de camino, no importa: en cuanto te das cuenta de la equivocación, has de buscar por otro lado… y quien busca, encuentra.

Ahora me siento libre para ser lo que sea, quizá un albañil, quizá un artista, quizá un ingeniero… siento que tengo todo un abanico de posibilidades, pero también he aprendido que da lo mismo lo que sea, lo más importante es CÓMO sea. Lo he pensado bastante y creo que mi madre tiene razón aunque a ella no se lo voy a decir, claro. Da igual lo que seas con tal de que seas una BUENA PERSONA. Esto ya lo decía Ángel, nuestro profesor de sexto. Y esto debe ser algo que no se consigue en ninguna universidad: debe ser cosa del día a día, de intentarlo, proponérselo, tener esas ganas y si crees en Dios, pedírselo, no cansarse de pedírselo: «Hazme instrumento de tu paz«.

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3 comentarios

  1. Redondo!!! Cómo me gustaría que lo leyeran todos los divos fracasados que dan clase en el conservatorio y que solo hacen quitar la ilusión a los alumnos…

    Algún profesor es vocacional y magnífico, pero otros muchos…

    Gracias que hay madres como tú, que encima saben escribir y nos abren los ojos en muchas cuestiones de la vida.

    Besos

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    • ¡Gracias, Rosa! Es verdad que los profesores pueden influirnos tanto en un sentido o en otro: para que amemos su asignatura o para que la odiemos. De experiencias duras, como la que cuento, lo que destacaría es lo importante que es estar cerca de los hijos, escucharles, acompañarles, animarles y a la vez permitir que tomen sus decisiones, que se equivoquen o que no, ¿quién sabe? Un abrazo

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