Photo by Roan Lavery on Unsplash
Texto: Susana Aragón Fernández
La tarde avanzaba lenta entre las paradas de la línea 7, que va desde Barañáin hasta Villava. Casi una hora desde un punto hasta el otro con el subir y bajar de gente. Algunas caras ya conocidas: los que tienen unas rutinas muy marcadas y siempre cogen el autobús a la misma hora. Y siempre caras nuevas. Algunos saludan al entrar, muchos pasan de largo como si yo mismo fuera una pieza más de la villavesa.
Iba pensando en que en cuanto llegara al final de la línea, iría al bar donde ya me conocen para poder ir al servicio. Aprovecharía el momento para estirar un poco las piernas y para comprarme un refresco para entretenerme el resto del tiempo que me quedaba hasta terminar la jornada.
Mis pensamientos y mi sensación general al volante era de bastante aburrimiento. Eso sí, los reflejos los llevo siempre alerta porque circular con semejante autobús articulado tiene lo suyo: siempre hay algún coche que no te deja incorporarte al carril después de la parada o alguno en segunda fila que te obliga a respirar conteniendo el aire para no rozarle. Pero bueno, por poner una palabra a la tarde ésta era «hastío». Tenía muchas ganas de acabar el turno para darme un paseo con Laura y después ver el partido de Osasuna en el bar de al lado de casa.
Avanzaba por la avenida Marcelo Celayeta cuando lo vi: vi el ángel. Fue una escena muy rápida. En la marquesina podía divisar un buen grupo de niños y niñas con sus profesoras. Y a unos metros de la marquesina una de las niñas iba medio a rastras con una profesora a cada lado, llevándole del brazo. La niña iba sin apoyar un pie, llevando su zapatilla en la mano. Una profesora miraba hacia atrás, apurada porque llegaba la villavesa y no les iba a dar tiempo de llegar. La niña iba malamente: o se había roto algún hueso o se había hecho un esguince. Desde mi cabina veía que no podían avanzar más rápido. El resto del grupo de niños les miraba con la tensión de quien no sabe bien qué hacer: si subir al autobús o esperar a la niña herida.
Entonces apareció el ángel. Era un ángel que pasaba por ahí y tenía forma de mujer, una mujer joven. Iba con otra mujer y dos niños que jugaban entre ellos mientras andaban por la acera. La mujer-ángel llevaba una silleta vacía, una silleta de esas plegables, bastante enclenque de aspecto. Al ver el apuro de la niña que cojeaba, rápidamente ofreció su silleta para llevarle hasta la puerta del autobús. La silleta era bastante birria y la niña, preciosa de cara, tenía un cuerpo gigante, vaya, que estaba muy muy gordita, terriblemente gordita. Y cuando se sentó en la silleta temí que de repente todo se viniera abajo y me veía llamando al 112 por el golpe que se iba a dar contra la acera.
Corrieron todas a una: el ángel empujando la silleta con la niña regordita y guapa y las profesoras aliviadas por aquella ayuda inesperada. ¡Consiguieron llegar a tiempo! El resto de niños ya había ido subiendo y el trayecto continuó. Desde el retrovisor vi cómo el ángel regresaba con su amiga y los niños y desde ese momento la tarde tuvo ya una luz especial.
Foto: navarracapital.es
Publicado en la prensa en junio 2018:
http://www.noticiasdenavarra.com/2018/06/10/opinion/cartas-al-director/cuando-aparece-un-angel
¿Alguna vez has vivido algo parecido? ¿Quieres compartirlo en un comentario? Si leyendo esta entrada u otras de las entradas anteriores te acuerdas de alguien y crees que les gustará leerlo, no dudes en enviarles el enlace y la invitación a SEGUIR el blog. ¡Gracias!