Fotografía: Jens Thkkeveettil
Texto: Susana Aragón
Una noche lluviosa de noviembre. Es el primer concierto al que va tu hijo y le propones ir a recogerle a una hora. Noviembre trae sus días cortos y sus noches largas. Y le esperas a la salida del local. También irá con vosotros un amigo. En la espera dejas el móvil en el bolso, apagas la radio y bajas la ventanilla del coche dejando entrar el frescor de la lluvia. Desde ahí observas los grupos de jóvenes y adolescentes que, o bien han ido al concierto o bien van a entrar porque la fiesta del sábado sigue. Entre todos ellos te detienes en uno de ellos. Su cuerpo, su postura, sus movimientos dicen que algo le pasa. Y le sigues con la mirada. No sabes si ha recibido una paliza o va tocado por el alcohol u otra sustancia. Va con un amigo. Parece que va a tropezar cabizbajo. Cruzan la calle y vomita en la acera. Avanzan hasta sentarse en un pequeño muro justo al lado de donde tú esperas en el coche. Les sigues con la mirada y en un momento en que levanta la vista le reconoces: ¡es un amigo de tu sobrina! Decides salir y acercarte. Él se avergüenza de que le veas en ese estado y hace algún comentario en ese sentido.
Hay grupos de jóvenes por los alrededores. Les ofreces acercarles a casa, pero el amigo dice que cuando se le pase han pensado entrar en el local y seguir el sábado noche. El chico vuelve a vomitar. No sabes bien qué hacer y sacas la manta que llevas en el coche y se la pones por la espalda. Él agradece el gesto en esa noche de xirimiri y humedad. Acaba por pedirte que le lleves a casa y junto con tu hijo y su amigo recorréis unos kilómetros hasta llegar a su pueblo, haciendo una pequeña parada por el camino porque vuelve a vomitar.
En un principio tu hijo calcula el tiempo de ese del trayecto como tiempo que podrían haber continuado de fiesta y lo ve una pérdida. Más adelante en casa pasáis un rato en silencio, tú leyendo y él con el móvil y se despide agradeciéndote que le hayas ido a buscar.
Al día siguiente hablaréis de lo que es realmente importante, de lo fácil que es perderse lo que está pasando alrededor parapetados, como vivimos, en el móvil, los continuos envíos de wasap, internet, las distintas redes sociales… es fácil que se nos pase que al lado hay alguien que puede estar necesitándote y te alegras del momento en que, con el coche aparcado en la puerta, decidiste guardar el móvil, apagar la radio y mirar a tu alrededor.
Fotografía: Jazmin Quaynor
Publicado en la prensa en noviembre de 2016
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(Esta es una entrada que vuelvo a publicar para dedicárosla a quienes os habéis unido a este blog en los últimos meses, porque ha quedado un tanto lejos, en los comienzos del blog)
Hay que apagar todo y saber mirar …..y hay que tener valentía para implicarse también. … porque a veces tenemos tanto miedo a que nos digan que no nos necesitan que igual nos quedamos cortos ….
Muy bueno Susana , adoro tu sencillez
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¡Gracias, por comentar! Hablas de miedo a que no nos necesiten, de valentía para implicarse… tienes razón. Llega un momento en que «nos lanzamos a la piscina» y vamos aprendiendo a ACEPTAR lo que nos encontramos: lo mismo puede seer que alguien nos necesite, como que alguien no nos necesite… da igual. Esa tarea de ACEPTAR la tenemos continuamente pendiente. No me aparece tu nombre, así que te mando un abrazo en modo «anónimo», jeje.
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Cuántas cosas nos perdemos ensimismados y sin mirar alrededor.
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¡Y tanto, Karmele!¡No quiero ni pensar la de cosas que me habré perdido por andar, como dices, ensimismada! Darse cuenta creo que por lo menos es un punto de partida para empezar cada día. ¡Gracias por tu comentario, Karmele! Un abrazo
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Gracias, Susana, por recordarnos la vida que se descubre cuando, de lo que estuviéramos haciendo, levantamos la vista y miramos alrededor.
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¡Gracias por tu comentario! Tenemos tantas distracciones que como no nos lo propongamos con firmeza, la vida se nos escapa en tonterías que no llevan a ninguna parte y lo verdaderamente importante no lo llegamos ni a percibir. Un abrazo.
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