Photo 1 by Félix Prado on Unsplash
Foto 2 y texto: Susana Aragón
Él enfermó. Tu joven amor enfermó y de repente los días dejaron de tener color: el dolor y la tristeza agarrotaron tu garganta y nublaron tu vista. No conseguías distinguir ningún consuelo. No había ningún resquicio de tu antigua vida llena de ilusión en vuestras idas y venidas por los distintos médicos y especialistas. Cada noche sin dormir, cada sobresalto te alertaban de una muerte que siempre había quedado lejos, muy lejos. El miedo y la tensión hacían que cada día fuera interminable hasta que un día, mirando al cielo, dijiste “¡No puedo más!, Dios mío, ayúdame!” y lloraste a mares.
Un día de verano, de estos días en que la lluvia y el sol pelean por adueñarse del cielo, estabas tendiendo la ropa y colocabas precavida el plástico que la protegiera. Como hacía calor, las ventanas de casa estaban abiertas y en un momento, te paraste: esos sonidos que escuchabas…. venían de la habitación de vuestro hijo. Eran sonidos de juegos entre padre e hijo. Estaban jugando a ser Mowgli y Baloo, del Libro de la Selva. Te quedaste en el balcón embelesada con sus voces y su alegría. Él había tenido un buen día entre muchos malos y justo en ese momento podía disfrutar con el niño.
Ahí parada, dejaste que cada sonido, cada expresión, cada risa se prendieran en tu alma y así, respirando profundamente con los ojos cerrados, sentiste que la vida podía vencer al dolor. Fue como si una operación quirúrgica cerrase una herida interna que te estaba consumiendo y te sanara a grandes pasos. Mirando por un instante al cielo, a lo lejos viste ese arco iris que te hizo recordar a la historia del diluvio que te contaron de pequeña: ahora tú eras Noé.
Poco a poco fuiste descubriendo la vida en medio de la enfermedad: viste cómo creció tu capacidad de aguantar el dolor de su enfermedad, tu capacidad de acompañar, tu capacidad de ver cada una de las pequeñas posibilidades de alegría: volver a escuchar esas canciones de cuando os conocisteis, aprender nuevas formas de mostrar amor dejando de lado la angustia… nuevas formas de esperar.
Así empezó a llegar de nuevo el color a esa vida herida por la enfermedad. No sabías cómo, pero algo te decía que la enfermedad no tenía la última palabra. Sabías que vuestro amor sería más grande que el dolor.
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Foto 2 Susana Aragón
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Gracias por tu sensibilidad Susana y por el valor que das a las cosas sencillas. Como dices, hechos tan cotidianos como tender la ropa, escuchar como juegan padre e hijo, mirar el sol y la lluvia, el arcoiris en el cielo…., pueden desvelarnos grandes secretos. Nada puede apagar la vida y el amor. Un abrazo
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¡Otro abrazo para tí, Angelines! Gracias por tu comentario y por tu valoración. Uno de los retos que tenemos es estar atentos a todo lo que nos rodea para descubrir esos «grandes secretos» de los que hablas. ¡Gracias!
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Es cierto que a veces, en los momentos más oscuros surgen los destellos de luz más poderosos….
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¡Ojalá seamos capaces de percibir esos destellos de luz, Arantza! Un gran abrazo y feliz fin de semana!
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Susana. Qué maravilla levantarse un sábado tranquilo con esta reflexión. Y qué fácil imaginarse uno mismo cualquier día en la situación que se relata. Y qué bien conseguido, que un texto tenga tal hondura humana que cualquiera entrevea en él la mano del buen Dios. Gracias, Susana. Mikel
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¡Me alegran mucho tus palabras, Mikel y me animan a seguir! Muchas gracias y seguimos llevando nuestros propios arco iris en el corazón o a la espera de verlos. Que tengas muy buen día. Un abrazo, Susana.
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