
Photo by Artur Aldyrkhanov on Unsplash Texto: Susana Aragón Fernández
Era yo muy pequeña cuando vivía con esa tranquilidad que te da saberte rodeada por un mundo precioso y lleno de personas buenas. Un mundo por descubrir, con solo dar una vuelta por la orilla del río o con solo abrir un cajón de la cocina. Una fila de hormigas llevando comida entre la hierba, una lombriz desapareciendo metiéndose en un hueco de la tierra, una piedra muy plana, perfecta para hacer chipi-chapa… y en la cocina: los aros metálicos de los servilleteros, las pinzas de tender ropa, el cajón de los mil y un cachivaches… Y esas personas buenas que saludaban sonrientes en el portal, esas personas tan amables que nos atendían en las tiendas del barrio, esas maestras que nos acompañaban día a día en el colegio… personas que eran como una prolongación de nuestra familia.
Según me cuenta mi madre, un día quería quedarme sola en la calle y así se lo pedía a ella, como si fuera lo más natural: podía volver a casa yo sola porque ya sabía el camino de vuelta. Mi madre, que quería transmitirme prudencia pero evitando transmitirme miedo, me hizo ver que todavía era muy pequeña, que cuando creciera ya podría estar sola en la calle y volver sola a casa. “¿Y por qué no ahora?, le dije. “Porque por aquí hay gente que conocemos y otra gente que no conocemos”, dijo ella. ¿Y qué?, insistía yo porque no veía cuál era el problema. “Pues que no toda la gente es buena”, dijo mi madre. Yo le respondí con mucha alegría, con el entusiasmo de quien le quita una venda a los ojos a alguien “¡Pero si son todos buenos!”. Ella me miró con mucho cariño, encandilada con la respuesta y como deseando que así fuera. Y por no seguir con ese tema me propuso una carrera “a ver quién llega antes a la tienda del pan”. Y con esa maniobra de distracción se zanjó la cuestión porque yo me puse a correr disparada hacia la panadería.
Pasó un tiempo y pude comprobar por mí misma que no todos eran buenos. Fue algo muy doloroso porque tuve que vivirlo de mis propias amigas. Tuvimos una maestra que supuso un antes y un después. Era muy exigente y de maneras bruscas. Criticaba a los compañeros e incluso algunas veces rasgaba con violencia hojas de tareas de alguno de nosotros. Eso era algo que a mí me encogía por dentro. No era una torta ni una patada, pero resultaba de mucha tensión.
Pues en ese ambiente, mis amigas empezaron a unirse contra mí. Empezaron a burlarse de mí, a apartarme, a intentar humillarme. Yo seguía igual que los años anteriores, pero lo que había cambiado es que la maestra hablaba bien de mí en clase y esto a mí me avergonzaba bastante, porque me ponía en una posición de un protagonismo que no buscaba y para el resto de compañeros había un continuo tono de crítica.
Si esos gestos de la maestra rasgando las hojas me dejaban encogida, lo de mis amigas fue el mayor disgusto que recuerdo de mi niñez. No podía creerlo. Era injusto. Yo lo único que quería es que siguiéramos jugando juntas, riendo e inventando juegos. Estuve unos días amargada, cosa rara en mí, no quería ir al colegio, me dolía la tripa, y claro, mis padres enseguida se dieron cuenta del cambio. Les dije lo que me pasaba. Tuvieron una tutoría y entendieron qué estaba ocurriendo. Por lo que escucharon, la maestra, que era durísima con todos, a mí me ponía de ejemplo una y otra vez.
Mis padres hablaron con los padres de mis amigas, que enseguida hablaron con sus hijas y entre todos las aguas volvieron a su cauce. A mí me ayudó mucho que mis padres me hicieron comprender cómo podían sentirse mis amigas: seguramente se estaban sintiendo menos valoradas por la maestra, por eso de ponerme de ejemplo, seguramente se sentían heridas por las maneras bruscas… Yo les dije que no quería que me pusiera de ejemplo, sino que me dejara en paz, como una más. No hubo críticas ni a la maestra ni a las compañeras, pero sí comprensión. Y comprender lo que estaba pasando, comprender mis sentimientos y los sentimientos de todas, nos ayudó a evitar rencores, resentimientos, etc y recomponer los lazos, la unión y la alegría de estar juntas.
Una de aquellas noches mi madre me dijo antes de dormir “¿te acuerdas qué hacía todo el día la Ratita Presumida?”. Y yo le canté “Limpio mi casita, la, lará, larita”. “Pues para vivir contenta y feliz, tú también tienes que limpiar tu casita, esta casita (y barrió con sus manos mi frente), esta casita (y barrió con sus manos mi pecho) y esta casita (y barrió con sus manos mis manos). A veces se nos quedan dentro el rencor, el resentimiento, la rabia, las afrentas, la envidia… y aunque no nos demos cuenta, nos estorban para vivir bien. Tú limpia tu casita y cuando sola no puedas, pide ayuda.
Entonces comencé a comprender que a veces cuando la gente sufre, puede llegar a hacer sufrir mucho a los demás y eso echa por tierra aquella mi primera teoría de la niñez: “todos son buenos”. Y sin saber explicarlo muy bien entendí la importancia de limpiar la propia casa: la frente, el corazón y las manos, como hizo mi madre conmigo.
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