
Photo by Hossam M. Omar on Unsplash Texto: Susana Aragón Fernández
Hace dos años que vine a España desde Marruecos. Primero vino Mohamed, mi marido, y en cuanto pudimos arreglar los papeles, viajé yo, dejando atrás una vida de familia, amistades, calles conocidas, costumbres de siempre… Dejé atrás el proyecto de trabajar allí para la Administración, después de sacarme el título de Informática. La vida me llevaba a otra parte, siguiendo a mi marido: me llevaba a otro país, otras costumbres, otro idioma… a los que me voy adaptando.
Al principio Mohamed estuvo trabajando en Murcia, en el campo y después pudo empezar a trabajar en una fábrica en Navarra. Así que cuando yo llegué, él ya estaba en Navarra y aquí tenemos nuestro hogar que no tiene nada que ver con la idea de hogar que hemos vivido en nuestro país: hogares con padres, hermanos, abuelos, familiares, gente del pueblo, visitantes… hogares con mucha vida y mucha relación.
Él trabaja de noche y duerme de día, así que yo paso mucho tiempo sola. Tengo pendiente la homologación de mi título que me pueda abrir puertas a algún buen trabajo algún día. Antes tengo que aprender español y por eso me he apuntado a clases. También estoy aprendiendo a coser en el costurero de Claudia, una señora mayor que se dedica a los arreglos de ropa para tiendas y particulares y además dedica un tiempo a enseñar. Llevo un tiempo yendo a aprender, junto a dos mujeres más: Alejandra y Belén. Sería muy bueno aprender lo suficiente como para poder trabajar en los arreglos con Claudia. Las clases de español y la costura son mis únicas salidas y disfruto mucho yendo. Así no se me hace tan pesado el tiempo en soledad en casa.
Justo hace un año por estas fechas estaba yo embarazada de casi seis meses. Estaba feliz viviendo cada día en una intensa comunicación con ese ser que sería mi primer hijo. Tenía una constante conversación con él. Notaba sus movimientos y todo en mí era ilusión, una gran ilusión: era consciente de que algo muy grande estaba pasando en mí. Por todo ello daba gracias a Dios (nosotros le decimos Alá, pero diría que es lo mismo). Hasta que un día dejé de notarlo. Una punzada de pánico se clavó en mi corazón y ya me remató cuando el diagnóstico de la ginecóloga fue que el bebé no tenía latido y comprobó que había muerto. Estaba sola en la consulta y quise gritar, aullar de dolor, pero todo quedó dentro junto a mi bebé. Me lo sacaron y quedé muy desconsolada, sin ganas de nada. Un gran vacío se apoderó de mí. ¡Mi primer hijo! Sabía que nunca lo olvidaría aunque no hubiera llegado a verle la cara. Pasé un tiempo sin salir de casa, sin ver a nadie más que a Mohamed, que también compartía mi desconsuelo, pero que debía continuar con el trabajo y tenía una mayor distracción.
Una mañana, comprando en el supermercado me encontré con Claudia. Entonces me di cuenta de que no había dicho nada en el costurero. Ella, de forma pausada, cauta, tímida y abierta me preguntó “¿qué tal estás, Zahara?”, mirándome a los ojos con unos ojos tan llenos de cariño que me hicieron recordar a mi abuela. Entonces me derrumbé y hablé, más bien chapurreé, en este idioma que me empeño en aprender y lloré y le conté todo mi dolor. Y ella mirándome, cogiéndome de una mano, escuchaba sin decir nada, y en sus ojos se reflejaba toda mi pena, brillaban contagiados de mi sufrimiento. Así pasamos un rato largo y ella pronunció un deseo que también era el mío: ¡Ojalá Dios, Alá, la Vida… te traigan un hijo o una hija y puedas darle todo ese amor que tienes! Al día siguiente me trajo a casa una macetita con un pequeño roble que, según me dijo, había brotado de una semilla que recogió del campo en otoño. Fue un regalo con mucho simbolismo que recogía el deseo que pronunció ¡Ojalá!
Pasados los meses volví a las clases de español. Un día nos pusieron de tarea describir a una persona y yo me propuse describir a Claudia. En Marruecos utilizamos la palabra الرحمه para describir esa situación que yo viví con Claudia. La busqué en el diccionario árabe-español y aquí se diría compasión, misericordia. En la descripción dije que “Claudia es una mujer madura, con bastantes canas en su cabello, algunas arrugas en su cara, con una expresión dulce. Siente compasión y en sus ojos hay misericordia cuando te escucha…” Estaba muy contenta de poder definir a alguien así, más aún de haberme encontrado con ella a tantos kilómetros de mi familia y mi gente. La sorpresa me llegó cuando el profesor de español me dijo que esas palabras ya no se utilizaban “compasión”, “misericordia”, que se utilizaban más “solidaridad” y “empatía”. Volví de nuevo al diccionario y comprobé que no eran exactamente lo que yo quería decir: empatía es التعاطف y solidaridad: التضامن. No sé, lo que yo viví con Claudia tiene más que ver con la الرحمه, con esas palabras en desuso. ¡Ojalá que no se pierda la compasión y la misericordia a fuerza de no utilizarlas!
Definiciones según la RAE (Real Academia Española):
COMPASIÓN: Del latín tardío compassio, -onis
1. f. Sentimiento de pena, de ternura y de identificación ante los males de alguien.
MISERICORDIA: Del latín misericordia
1. f. Virtud que inclina el ánimo a compadecerse de los sufrimientos y miseria ajenos.
SOLIDARIDAD: De solidario.
1. f. Adhesión circunstancial a la causa o a la empresa de otros.
Solidaridad.
EMPATÍA: A partir del griego ἐμπάθεια – empátheia.
1. f. Sentimiento de identificación con algo o alguien.
2. f. Capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos.
Si quieres puedes hacer un comentario sobre lo que acabas de leer. También puedes compartir esta entrada con tus amigos y familiares. Estás invitad@ a formar parte de este blog. Sólo tienes que darle a “seguir” y el propio blog te avisará de las novedades. También puedes leer entradas antiguas.