Enfermé de queja

eric-ward-455627-unsplash (1)Photo by Eric Ward on Unsplash

Texto: Susana Aragón Fernández

Es verdad que la temporada pasada estuve enferma de Queja. No es una enfermedad que aparezca en los Manuales de Medicina ni en los de Psicología, pero yo ya me entiendo. He estado enferma de Queja un tiempo y esto consiste en una Incapacidad Transitoria (¡Ojalá que en todos los casos sea transitoria!) de valorar nada de lo que te rodea.

Cuando enfermas de Queja te levantas por la mañana de mal talante y el café que te ha preparado tu marido te sabe demasiado amargo y te quejas. En el autobús que te lleva al trabajo sólo captas el olor del sudor de los demás pasajeros y la forma brusca de conducir del chófer y te quejas con quien estés o es una queja silenciosa. En el trabajo, la jornada pasa gris y monótona, sin alicientes y sólo resaltas todo lo negativo que encuentras, contagiando al resto de compañeros. El ambiente se va enrareciendo y cada día da más pereza ponerse a trabajar.

Al llegar a casa sólo puedes observar que Richar, tu marido desde hace ya unos cuantos años, ha hecho la compra, tal como acordasteis, pero las manzanas que ha traído no son las que tú querías. Y además se le ha olvidado el tomate frito.

La queja sale por la boca del enfermo de Queja en forma de reproche y los reproches, luego lo he sabido, envenenan la relación. Los reproches amargan, saben muy mal y crean poco a poco un muro entre las personas.

Además de la queja expresada, está la queja interior, que corroe incluso más que la queja expresada, porque es un discurso que te dices a ti misma y que te va hundiendo cada vez más con mensajes del tipo: “esta relación deja mucho que desear”, “ya podría él ser más cariñoso”, “qué envidia me dan esas parejas que veo riéndose o paseando de la mano”, “cuánto me gustaría poder contar con él para hacer planes que nos saquen de la rutina”…

Todas las parejas me parecían mejor que la mía así que yo seguía y seguía quejándome y Richar cada vez más cerrado, cada vez más molesto, envuelto en una coraza rígida e infranqueable.

Por las noches imaginaba mi vida de divorciada con todas sus cuestiones prácticas (¿dónde viviría?, ¿qué me llevaría?, ¿Qué haríamos con el piso?…), otras no tan prácticas pero más dolorosas (¿cómo se lo tomarían nuestros hijos?) y otras imaginaciones (¿volvería a enamorarme?, ¿cómo sería él?…)

La enfermedad de la Queja empezó a sanar el día en que Tania, nuestra hija universitaria, volvió a casa para pasar las vacaciones y volvimos a convivir como años atrás. Unas cuantas frases suyas me devolvieron mi propia imagen al instante, como si de un espejo se tratara. Y no salía muy favorecida, por cierto:

Mamá, estás fatal, todo el día quejándote. ¿No hay nada bueno en tu vida, o qué? Siempre te había escuchado decir que las comparaciones son odiosas y ahora eres tú la que todo el día compara y compara, dejando malparado siempre al papá. Ya puedes empezar a mirar de otra forma porque esto no hay quien lo aguante

Así me habló Tania, aquella pequeña niña preciosa hoy convertida en una joven también preciosa. Me molestó. ¡Claro que me molestó! Fue como un jarro de agua fría. ¡Mi niña! ¡Qué cosas acababa de decirme!

Pero sus palabras, directas y punzantes, fueron el comienzo de mi curación. Desde entonces me propuse eliminar de mí toda queja y estar alerta a lo bueno de cada situación, especialmente a lo bueno que tuviera que ver con Richar, porque entendí que realmente él habría tenido que sufrir bastante. Aprendí a decidir sobre las palabras que diría y aprendí que todo puede mirarse con buenos o malos ojos. El café amargo ya no era un simple café amargo del que quejarse, sino que era el café que Richar me había preparado, el café que él me regalaba y en el que se había dedicado. Ese café era tiempo de Richar para mí, un detalle de él para empezar el día diciendo “te quiero” pero sin pronunciar esas palabras, más habituales en las películas que en la vida real. Descubrí esa y más formas en que él me decía “te quiero” sin pronunciarlo.

Hoy estoy muy contenta porque Richar me ha propuesto ir al cine. Y ¡hace mil años que no vamos al cine! ¡y otros mil años que no salimos juntos! Así que estoy emocionada, preparándome como si fuera mi primera cita. Voy a estrenar el vestido que tenía guardado para alguna ocasión especial.

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