Fotografía «El faro de los cuentos» y texto: Susana Aragón Fernández
Hace sólo unos años, cuando mi hermano pequeño y yo nos teníamos que ir a la cama por la noche, teníamos un largo ritual con nuestros padres que consistía en leer cuentos y después rezar. Primero venía mi padre, luego mi madre, o al revés y pasábamos un buen rato, que, por lo que decían nuestros padres, cada vez se iba alargando más y algunas noches casi se quedaban ellos dormidos mientras nosotros siempre queríamos más.
Era un momento tranquilo, en la oscuridad de la habitación, con “el faro de los cuentos” que iluminaba las páginas de lo que estábamos leyendo. Era un momento en que los mayores paraban de hacer cosas, paraban de poner lavadoras, de cocinar, de preparar cosas para el trabajo, paraban de intentar poner orden en la casa, de hablar por teléfono… y los teníamos totalmente para nosotros. Leyendo aprendimos mucho de las vivencias de los personajes, de lo que les pasaba, de lo que sentían… nos gustaba adivinar qué vendría después cuando nuestra madre o nuestro padre se detenía en la lectura. A veces coincidía lo que imaginábamos, pero otras veces lo que seguía nos sorprendía y nos maravillaba.
Mi madre nos enseñó a rezar, aparte de las oraciones clásicas, unos rezos que los resumía en tres: dar gracias, pedir perdón y pedir por la paz o por las personas. Se ponía a dar gracias y nosotros con ella, por todo: daba gracias hasta por las manos, por la salud, por la comida, por los ojos, por la familia… por algo que hubiera pasado en ese día. Si llovía daba gracias por la lluvia. Si hacía sol, porque hacía sol… y si nevaba también daba las gracias. Teníamos un buen rato de dar gracias. En el perdón nos deteníamos menos, y sobre todo era pedir perdón en los momentos en que se había puesto nerviosa y se había alterado o con nosotros o con el papá. Y ya en el último apartado, en el de pedir nos desplegábamos tanto como en el primero de dar las gracias. Pedíamos siempre por la paz en los corazones porque ella decía que ahí es donde empezaba la paz y cada noche pedíamos por ello. Pedíamos por “el trasladico” del papá para que pudiéramos estar más tiempo con él y para que no tuviera que recorrer cada día cerca de 100 kms para ir al trabajo y otros 100 para volver. Pedíamos por aquella niña que no conocíamos, Sara, pero que era muy chiquita y tenían que trasplantarle muchos órganos. Pedíamos por los abuelos, por los primos, los tíos… por Alberto que dormía en un cajero. Pedíamos inmensamente. Pedíamos por los que pasaban hambre, por los que estaban enfermos, por los que vivían en guerra, por los que estaban presos…
Aquel día, íbamos a la nieve con los trineos, emocionados entre los montes blanquísimos. Un paisaje espectacular: los Pirineos en todo su esplendor. Habíamos salido de Jaca después de desayunar con la ilusión de pasar el día jugando en la nieve. Avanzábamos por la carretera en un paisaje gris. Había una neblina y en algún momento chispeaba. No importaba: ya mejoraría el día conforme pasaran las horas. Seguíamos adelante sin mucha seguridad porque la carretera no nos era muy familiar. La neblina dificultaba la visión y añadía incertidumbre al viaje. Hasta que en un momento dado y contra lo que queríamos hacer, nos encontramos metidos en un túnel interminable. Luego supimos que era el Túnel de Somport. Larguísimo. Ya digo: interminable. No lo conocíamos. Nosotros sólo habíamos pasado por túneles de no más de dos kilómetros, como los de Velate o los de Leizarán.
No sabíamos dónde nos habíamos metido, pero pasaban los minutos y parecía que estábamos en una pesadilla: un túnel que nunca acababa y encima no veíamos el final por más que pasara el tiempo. Pasados los años pienso que a lo largo de la vida podemos encontrarnos en situaciones parecidas sin estar precisamente metidos en un túnel. El caso es que los mayores empezaron a ponerse nerviosos y llegaron a enfadarse, a reprocharse cosas. Había tensión y muchos nervios. Creo que mi madre tiene un poco de claustrofobia que no ayudaba mucho a la paciencia y en ese ambiente terrible miré a mi hermano sentado a mi lado y lo vi con sus manos juntas en el pecho y los ojos cerrados y me dio la clave: lo mejor sería respirar hondo y rezar. Me uní a su oración y mantuvimos silencio a la espera de que los mayores encontraran una solución a esa sensación de ahogo que empezaban a tener, esa tensión y esos nervios.
En un momento mi madre giró la cabeza hacia atrás y nos vio de aquella manera y creo que se quedó impresionada al vernos. Hizo una señal a nuestro padre, que nos miró desde el espejo retrovisor. Me parece que a partir de ese momento volvió la paz en ese túnel interminable de más de 8 kilómetros.
Después de un rato vimos la luz de la salida y respiramos aliviados y alegres como nunca. Pisamos Francia de lo más contentos y volvimos de nuevo al túnel para atravesarlo en el otro sentido y retomar la carretera de la que nos habíamos desviado. La vuelta fue muy diferente. Ya no hubo tensión ni nervios. Y, tal como esperábamos, después de almorzar empezó a despejar y pudimos pasar todo el día tirándonos con los trineos por las faldas de la montaña blanca. Mirando ahora hacia atrás sé que lo más importante de ese día sucedió en medio de aquel túnel tan largo.
Photo by Casey Horner on Unsplash
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[…] en clase porque se acordaba de su padre muerto, una maliciosa vocecita interior me dijo “antes escribía sobre nosotros… ¿y ahora?”. Entonces fue cuando saliendo de la cocina se me escapó la frase: “¡Los putos […]
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Cómo eres Susanita! Me encantaaaaaaaaaaaaa!!! Que suerte tengo con esta cuñadica….
Oye, que contenta y habladorica la madre hoy cuando le has dicho que se sentará con todos!!!
Gracias Susi por ser como eres. Un besico.
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Perdona el retraso en contestar, Rosa, creía que ya lo había hecho. ¡Muchas gracias, siempre, por tu grandísima valoración! ¡Tengo grandes maestras, la verdad! (entre las que te encuentras, claro). Un gran abrazo
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